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Tribuna
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Indivisibles

En Europa proliferan los movimientos sociales que reclaman que los valores democráticos de libertad y solidaridad, de igualdad y pluralidad no solo se afirmen y prometan, sino que también sean tangibles

Carolin Emcke
NICOLÁS AZNÁREZ

En las últimas semanas sucedió algo sorprendente para todos los que estuvimos presentes. Tal vez no fue exactamente así. Sucedió algo, y hasta los que participamos en ello nos quedamos asombrados. “El poder es siempre un poder en potencia. No es una entidad inmutable, medible y fiable como la fuerza”, decía la filósofa Hannah Arendt en La condición humana. “Nadie lo posee. Surge entre los hombres cuando estos actúan juntos, y desaparece en el momento en que se dispersan”.

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Quizá fuese más preciso describir lo ocurrido diciendo que, en muchos pueblos y ciudades, ha aparecido un contrapoder. En Hambach, en Múnich, en Hamburgo y, por último, en Berlín. Miembros de la sociedad civil jóvenes y viejos, cristianos, musulmanes y judíos, del campo y de la ciudad, se han reunido, han salvado todas sus diferencias y quieren actuar juntos. Ha nacido un movimiento social que no está dispuesto a seguir permitiendo que los partidos de extrema derecha lo intimiden; un movimiento formado por personas que no van a seguir esperando que otros actúen; que no quieren seguir dejándose arrullar por el estancamiento político de los Gobiernos de Berlín o de Bruselas; que han comprendido que, en Europa, la democracia nos pertenece a las ciudadanas y a los ciudadanos, y que somos nosotros los que tenemos no solo que defendernos, sino que extendernos y profundizar.

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En Berlín, una alianza formada por diferentes asociaciones y organizaciones de la sociedad civil, reunidas bajo la etiqueta #indivisibles, convocó una manifestación contra el racismo y la exclusión, y a favor de una sociedad libre y abierta. Los organizadores calculaban que asistirían unas 40.000 personas. Al final fueron 240.000. Propietarios de discotecas, taxistas, sindicalistas y juezas, al lado de los que rescatan a los refugiados en el Mediterráneo y son criminalizados por ello, se congregaron a lo largo de todo un día en el Tiergarten, delante de la Puerta de Brandemburgo. Una jubilada se paseaba con una pancarta que decía: “No me cabe en la cabeza que haya tenido que salir a la calle contra el odio”.

Los extremistas utilizan símbolos cada vez más repugnantes y eslóganes cada vez más simples

Durante los últimos tres años, quienes más revuelo han causado han sido los que sostienen que ellos son el “pueblo”, aunque solo representen a una minoría de nacionalistas autoritarios radicales. Últimamente, los medios de comunicación que buscan hacerse con altas cuotas de audiencia se han orientado sobre todo hacia los fenómenos sociales y políticos de los que pueden extraer provecho iconográfico o que pueden explotar como canapés retóricos. De ello han sacado partido las voces y los movimientos extremistas que han rebajado la calidad del enfrentamiento político con transgresiones de tabúes cada vez más estridentes, símbolos cada vez más repugnantes y eslóganes cada vez más simples. Los políticos que califican los crímenes nazis de “cagadita de pájaro” y los manifestantes que pasean por las calles una soga para Angela Merkel o la figura de un cerdo (el distintivo islamófobo y antisemita de determinado Occidente) pueden estar seguros de que van a disfrutar de atención en abundancia. También a consecuencia de ello, el núcleo sensato y democrático, las personas que consideraban incuestionable que una sociedad moderna e ilustrada es diversa y solidaria, se han hundido en la sombra.

Si este contrapoder civil de las últimas semanas es tan notable es porque no le interesan los círculos clásicos ni las posiciones de identidad, como tampoco los intentos de los neonacionalistas, sean de izquierdas o de derechas, de escindir la sociedad situando en un lado las demandas socioeconómicas apremiantes de la clase trabajadora, y en el otro las reivindicaciones culturales no tan urgentes de las mujeres, los emigrantes y los musulmanes. Nada de esto hace mella en los manifestantes. La pobreza también es un estigma cultural, y el racismo y la homofobia son, igualmente y sin excepción, exclusiones económicas.

“Somos indivisibles”. Es fácil entender lo que esto significa. “Somos indivisibles” quiere decir que no existe la jerarquización de los seres humanos y sus necesidades; que no es real situar en un lado a los parados y las paradas, a los trabajadores y las trabajadoras y a los marginados y las marginadas sociales, y en el otro, a los refugiados y las refugiadas, a los emigrantes y las emigrantes, a los judíos y las judías; que separar los problemas importantes de unos de los secundarios de los otros es una falsedad. Esta jerarquización del dolor, el aprecio de unos grupos y el desprecio de otros no es más que el mito destructivo que demagogos como Steve Banon o Marine Le Pen, pero también Sahra Wagenknecht, se complacen en difundir con más o menos sutileza.

Se trata de falsas oposiciones, de falsas prioridades que distraen el discurso público y pretenden enfrentar a la ciudadanía. Siempre se debe tomar en consideración ambas cuestiones: las relacionadas con la libertad y las relacionadas con la justicia; las sociales y las políticas de la llamada mayoría y de las denominadas minorías. Todas ellas conciernen a Europa de un modo u otro.

Una democracia se nutre de la memoria colectiva, pero también de la fantasía política, social y estética

No obstante, lo que importa es que los valores democráticos de libertad y solidaridad, de igualdad y pluralidad no solo se afirmen y prometan, sino que también sean tangibles. En Europa, muchos movimientos sociales comparten la melancolía política, la aflicción por el hecho de que la democracia no sea más sustancialmente perceptible a escala local, nacional o también transnacional. Se sufre por la democracia cuando no es reconocible de manera concreta en los municipios rurales desfavorecidos ni entre la población urbana que ya no se puede permitir los recursos más caros. La humanidad que a Europa tanto le gusta prometer tiene que ser tangible para quienes buscan un hogar en el continente porque la guerra los ha expulsado, pero también para aquellos que, aunque no hayan perdido su hogar, buscan más vinculación y más reconocimiento para volver a identificarlo como tal.

Una democracia no es algo acabado. Es un orden dinámico, capaz de aprender. Siempre tiene algo de experimental, de provisional; contiene defectos y errores individuales o colectivos. El perdón mutuo también forma parte de la textura de una sociedad democrática. Esto es algo que se olvida con facilidad en nuestra esfera pública, terriblemente agresiva y polarizada. Una democracia se nutre de la memoria colectiva, pero también de la fantasía política, social y estética. Para mantener una sociedad democrática se necesitan ambas cosas: la melancolía política, la insatisfacción con aquello que todavía no es lo bastante bueno, y la utopía democrática, las ganas de construir algo con otros.

En su ensayo En busca de una mayoría, el autor estadounidense James Baldwin decía: “La mayoría no es una cuestión de cifras ni tampoco de poder. Es una cuestión de influencia”. En este sentido, no importa cuántos se juntan ni si son más. La esperanza reside en que en Europa, en los lugares más dispares, se unan aquellos que quieren ser indivisibles, que quieren comprometerse con los derechos y las oportunidades de otros, que piensan que las promesas de la democracia todavía no se han cumplido del todo, que quieren más participación, más voz, más reconocimiento, y menos odio, menos aislamiento y menos exclusión.

Carolin Emcke es periodista, escritora y filósofa alemana, autora de Contra el odio (Taurus).

Traducción News Clips.

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