La gran crisis de la bosta
A finales del XIX, la caca de caballo amenazaba Londres y Nueva York. Hasta que llegó el coche de motor
CORRÍAN TIEMPOS espléndidos. Llegaba el siglo veinte y millones creían en un progreso sin barreras. Las ciudades se iluminaban con farolas eléctricas, los trenes y los barcos de vapor diezmaban las distancias, los teléfonos trataban de anularlas, unas máquinas conseguían reproducir músicas y otras, imágenes moviéndose, y otras, mágicas, el esqueleto de los vivos. Las democracias se asentaban: en Europa y América muchos hombres ya podían votar, hacía décadas que no estallaban guerras y había personas que creían que pronto las sociedades serían justas y trabajaban para confirmarlo.
Pero el futuro era un montón de mierda. Así, literalmente, lo definió el Times de Londres en 1894: nueve pies. Nueve pies son poco menos que tres metros, y el Times decía que si la Gran Crisis de la Bosta no se resolvía, para 1950 todas las calles de su ciudad quedarían sepultadas bajo nueve pies de deyecciones hípicas.
La crisis existía: las capitales habían crecido tanto que ya no se podía, como hasta entonces, usarlas a pie. Y la gran mayoría del transporte era tirado por caballos. En Londres, dicen, había más de 10.000 taxis de caballos y varios miles de tranvías de caballos y carros de carga de caballos, que empleaban a unos 50.000.
Cada caballo produce entre 10 y 15 kilos de bosta por jornada: solo Londres, entonces, recibía más de medio millón de kilos diarios. El problema era aún mayor en Nueva York: el triple de caballos, triplicación de mierda. Cuentan que el olor de esas calles era insoportable, y que era insoportable caminar sobre esas alfombras marrones calentitas, y que el asco y que las infecciones. Y cada caballo aportaba también su litro de orina, y para colmo en algún momento se moría y tocaba hacer algo con sus huesos.
La perspectiva era, en verdad, desesperante. Las ciudades seguían creciendo, más personas las recorrían en coches de caballos, más caballos comían y cagaban, más bosta se apiñaba y, suprema paradoja, los carros de los operarios que debían recogerla sin cesar eran tirados por caballos que, a su vez, cagaban. Las ciudades parecían un error insalvable, y las personas conscientes desesperaban, buscaban soluciones, no encontraban.
Aquí y allá unos señores, mientras, inventaban máquinas cada vez más raras. Un coche sin caballos parecía un disparate o, con suerte, un juguete para hijos de papá. En 1900 se vendieron, en todo Estados Unidos, 4.192 coches de motor a explosión; 15 años más tarde fueron 850.000. Los caballos se volvían innecesarios. En 1917, mientras la guerra rediviva mataba millones y millones, se retiró de las calles de Nueva York el último tranvía de tracción a sangre. El problema se había solucionado.
La Gran Crisis de la Bosta se cita, últimamente, en relación con distintos problemas: ambientales, sobre todo. Hay historias que se cuentan por su historia; hay muchas que se cuentan por su moraleja —explícita, implícita, sibilina, evidente. Pero las buenas historias tienen la peculiaridad de producir muchas moralejas. Y ésta, extraordinaria, me intriga con las suyas.
¿Qué nos dice el fin inesperado de la Gran Crisis de la Bosta? ¿Que no vale la pena preocuparse porque siempre hay solución? ¿Que no vale la pena preocuparse porque la solución llegará de donde menos se la espera? ¿Que uno nunca sabe si ha planteado el problema correcto? ¿Que es un error proyectar en el futuro las dificultades contemporáneas porque las pensaremos con las herramientas técnicas presentes —y, así, las pensaremos mal? ¿Que no conviene buscar soluciones específicas para un determinado asunto sino cambiar todo el contexto, la situación o sociedad que lo produce? ¿Que la técnica no es el problema sino la solución? ¿Que no es la solución sino el problema? ¿Que carpe diem y no jodas? ¿Que el azar es bueno y generoso y al final te salva? ¿Que hay un dios o dos o vaya a saber cuántos? ¿Que uno igual nunca sabe? ¿Que qué roñosos los caballos, menos mal que los coches…?.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.