El monstruo disperso
EN ESTA ORQUESTA los instrumentos musicales parecen patas de saltamontes, antenas de mariposas, abdómenes de escarabajos… La batuta del director podría ser un fásmido mimetizado en palo para no llamar la atención entre tanta madera. Si juntáramos los cuerpos de todas las personas que vemos en la imagen para construir con ellos un solo intérprete, y la de los contrabajos, violas, arpas, etcétera, para obtener un instrumento único, alumbraríamos un híbrido curioso. Imagínense un rostro formado por la agregación de esa multitud de narices, ojos, bocas, orejas, cabelleras; un aparato circulatorio compuesto por la suma de los corazones y arterias de los 60 o 70 artistas fotografiados; un aparato locomotor que reuniera la musculatura repartida entre esa cantidad de piernas y de brazos; un alma resultante de la agregación de las diferentes sensibilidades artísticas. Imaginen el producto final puesto al servicio de un extrañísimo artefacto sinfónico capaz de resumir la cuerda, el viento, la percusión…
Una orquesta es un monstruo fraccionado que opera sin embargo como un solo individuo: sus partes están sincronizadas como las alas y la cola de un ave al elevarse. La orquesta, sin moverse del sitio, vuela hacia el final de la partitura. Ignoramos si son los instrumentos los que manipulan a los músicos o al revés, pero del mismo modo que cada uno de nosotros sabe dónde acaban sus manos aun con los ojos cerrados, el arco del violín sabe dónde termina él y comienza el del contrabajo. La orquesta, misteriosamente, posee la percepción que un cuerpo tiene de sí mismo.
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