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IDEAS
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

OTAN: enemigos para siempre

El nacimiento de la Alianza Atlántica contravino el impulso aislacionista estadounidense, que hoy resurge y coloca a Europa ante un paradójico dilema

Lluís Bassets
Churchill, Truman y Stalin en Alemania (1945.)
Churchill, Truman y Stalin en Alemania (1945.)AFP / Getty Images

Antes que contar los años de la OTAN, 70 ya, hay que contar de dónde salió la OTAN. La madre de la OTAN es más importante que la OTAN misma. Y si esta ahora está en peligro, como parece ser el caso cuando su principal enemigo es nada menos que el presidente de Estados Unidos, es porque quien está en peligro es la madre de la OTAN. Y la madre de la OTAN es el lazo trans­atlántico, la especial relación entre EE UU y los europeos iniciada aproximadamente hace un siglo —aunque luego interrumpida— cuando el presidente estadounidense Woodrow Wilson consiguió arrastrar a su país, de firmes convicciones aislacionistas, para que participara y desempatara la Gran Guerra europea de 1914 y, aún más, para que apadrinara los tratados de paz y el nacimiento de nuevas naciones a partir de la desaparición de los imperios austrohúngaro, alemán y turco.

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Quedó muy suelto aquel lazo que se ató en el Tratado de Versalles, con Wilson dedicado a la gran diplomacia en el que supuso el primer viaje presidencial al Viejo Continente. El Congreso de EE UU tumbó el wilsonismo y dejó apartada a la superpotencia americana —que acababa de nacer, gracias a su victoria militar en Europa— de la primera institución con vocación de gobierno internacional, la Sociedad de Naciones, creada precisamente a iniciativa de Wilson. Hubo que esperar a otra guerra, esta de dimensiones todavía mayores, para que Washington se implicara de nuevo tras una victoria, esta vez mucho más resonante y costosa.

Roosevelt, el presidente de aquella victoria, no tenía intención alguna de que sus soldados permanecieran en Europa tras el fin de la guerra ni de que su país siguiera comprometido en los asuntos internos del continente. Su visión inicial un tanto ingenua apenas había considerado que la Unión Soviética pudiera convertirse muy rápidamente en una voraz superpotencia preparada para zamparse media Europa y amenazar a la otra media. Esta tarea quedó entera para su vicepresidente, Harry Truman, sucesor forzoso de Roosevelt tras su muerte en abril de 1945, apenas un mes antes del final de la contienda.

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La Guerra Fría —eufemismo para referirse a una especie de tercera guerra mundial no declarada entre los dos antiguos aliados— había empezado ya antes de que terminara la Segunda. En la Administración de Roosevelt había planes para dividir Alemania y convertirla en una gran región agraria, desprovista de industria, sobre todo pesada, y de medios para un rearme. En la URSS, Stalin compartía esta idea y solo pensaba en repetir la jugada de Versalles de 1919: quería jugosas compensaciones de guerra para los aliados que dejaran a los alemanes empobrecidos y sin medios para regresar al campo de batalla.

Las conferencias de Yalta, en febrero de 1945, todavía con Roosevelt, y sobre todo la de Potsdam, en julio del mismo año, ya con Truman, sellaron el destino de Europa. En vez de disputarse la hegemonía sobre el conjunto, se dividieron el continente. EE UU se quedaba allí con sus soldados, sus aviones y sus bombas atómicas. También con sus jefes militares. El secretario de Estado que ideó el plan de ayuda a los aliados europeos y a la Alemania derrotada era el exjefe del Estado Mayor de EE UU, el general George Marshall. El primer comandante supremo de la Alianza recién creada en 1949, la OTAN, quien comandó el desembarco de Normandía y luego presidió el país, el general Dwight Eisenhower.

Así lo cuenta la propia Alianza en uno de sus folletos históricos: “La OTAN se creó para disuadir al expansionismo soviético, evitar el renacimiento del militarismo europeo a través de una fuerte presencia de EE UU y estimular la integración política europea”. Los enemigos de la OTAN quedaron agazapados detrás de estos tres objetivos. Ante todo, el aislacionismo tradicional americano, una actitud fundacional con el antecedente sagrado del discurso de despedida de George Washington, en el que aboga por desentenderse del destino de los europeos. Luego el expansionismo ruso, descendiente directo del expansionismo soviético. Y también los soberanismos nacionales europeos, matriz de los militarismos de los años treinta, como lo son de los actuales populismos, y enemigos jurados de una Europa federada.

Los enemigos de la OTAN existían antes que la OTAN, siempre han existido y trabajado en su contra y seguirán haciéndolo en el futuro. Ahora, con un agravante: la OTAN está perdiendo pie porque el territorio donde ha nacido y actuado ya no es el principal campo de batalla de una contienda mundial como la Guerra Fría, tal como lo fue durante 40 años, ni tampoco una región que pugna por permanecer todavía en el primer plano de la escena internacional, como ha sucedido en los últimos 25, sino que está siendo abandonada como conjunto y como idea incluso por quienes la habitan, ensimismados en los pequeños asuntos locales de sus minúsculas naciones. Eso es el Brexit, eso son los nacionalismos populistas y los secesionismos, y eso es la eurorreticencia que habita entre tantos europeos, pero hace furor sobre todo en el Kremlin y en la Casa Blanca.

La OTAN es una paradoja en sí misma. Fue creada por un país hostil a las alianzas internacionales estables como una alianza militar defensiva y permanente para evitar la guerra y la improvisación de alianzas para ganarla una vez ya declarada, tal como había sucedido en dos ocasiones. Siendo quizá la alianza más denostada, es la más victoriosa, pues consiguió vencer como aconsejan los sabios y antiguos filósofos de la guerra: sin disparar un tiro. Su éxito la dejó sin objetivos ni sentido a ojos de muchos. Sus viejos enemigos quisieron ajustarle las cuentas después de su victoria: que se disolviera como lo había hecho el Pacto de Varsovia, la alianza simétrica alrededor de la Unión Soviética. Su piedra filosofal, el artículo 5, que obliga a defender colectiva e individualmente a cualquiera de sus socios en caso de ataque, solo se ha invocado una vez: ante el 11-S, cuando EE UU fue atacado por Al Qaeda.

De ahí la participación en Afganistán. La segunda gran salida de la OTAN fuera de su territorio, después de la primera —en el territorio mucho más próximo y comprometedor de los Balcanes—, inaugurando una época de interregno en la que la difícil relación con Rusia ha definido su carácter. Los antiguos satélites de Moscú han querido y siguen queriendo acogerse bajo su paraguas, algo que para Moscú constituye una ofensa creciente, disfrazada de amenaza.

Con Trump a la contra y Putin encelado, crece en la OTAN la inspiración europea, pero también la necesidad de mantener el lazo transatlántico que el actual presidente desconsidera o desconoce. Tal como Merkel ha señalado dramáticamente, los europeos debemos hacernos cargo de nuestra seguridad, pero la seguridad occidental en su conjunto en un mundo multipolar también depende del mantenimiento del lazo transatlántico, esa relación especial que todavía simbolizan los mares de cruces de los cementerios de Normandía, la madre de la OTAN.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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