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Juicio del procés
Columna
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Cataluña no era Euskadi

Los relatos de los 24 guardias civiles que han declarado esta semana difieren entre sí

Xavier Vidal-Folch
Los fiscales Javier Zaragoza y Fidel Cadena, durante una de las jornadas en que testificaron los guardias civiles que participaron en la investigación del proceso soberanista.
Los fiscales Javier Zaragoza y Fidel Cadena, durante una de las jornadas en que testificaron los guardias civiles que participaron en la investigación del proceso soberanista. EFE/Tribunal Supremo

La percepción es libre, subjetiva, personal. La realidad es determinada, factual, general.

Los relatos de los 24 guardias civiles que han declarado esta semana difieren entre sí. Lógico. Dependen del lugar y rol que ocupaban, las circunstancias con que se toparon en cada actuación, el color del cristal con que cada uno de ellos miraba.

Los testigos sobrios son los más útiles: aportan datos limpios. Como los documentos de Lluís Salvadó estimando una necesidad financiera en la transición a la secesión, por 22.800 millones de euros.

O los planes para unas aduanas, o para militarizar a los Mossos. Hay que calibrar en qué punto de cocción estaban: meras estimaciones, grandes trazos o proyectos detallados. Pero estaban.

Claro que solo si se calibran bien sabremos con exactitud hasta qué punto tenía razón la confesión de la (huida) consejera Clara Ponsatí en junio de 2018: “Jugábamos al póquer e íbamos de farol”.

A diferencia de los escuetos, los más afectados tienden a sobreverbalizar. A riesgo de incurrir en un relato hiperrealista que puede derivar en surreal.

Le sucedió ayer al guardia S17971T, al describir el bloqueo indepe contra el registro de la nave de Unipost en Terrassa donde se almacenaban las papeletas ilegales:

—El secretario judicial tenía miedo, nos pidió algo para taparse la cara, era para tenerlo, la gente estaba exaltada —declaró.

Pero no hubo agentes lesionados, reconoció, y solo daños en “un retrovisor” de uno de sus vehículos. Sobre esos datos acotados, sin embargo, influía una poderosa percepción. Esta:

—Yo no lo viví, pero los compañeros veteranos decían que [aquello] se parecía al inicio del conflicto vasco —deletreó.

Es obvio que se trata de una comparación fallida. Incluso al inicio, la actividad terrorista vasca era extremadamente violenta, poco que ver con un retrovisor.

ETA se funda en 1969. Enseguida lanza artefactos explosivos, intenta descarrilar un tren (1961), realiza atracos a mano armaba (1965), y en 1968 comete su primer asesinato. Por fortuna, nada tuvo que ver entonces Cataluña —ni en 2017— con esa Euskadi. Y nada, por desgracia, la de hoy con la de Iñigo Urkullu.

Los guardias describieron dos momentos clave. Uno, el 20-S, en que grupos muy activos intentaron interceptar las inspecciones y registros de proveedores y despachos de altos cargos de la Generalitat.

Con resultado escuálido: en casi todos los casos se realizaron “con normalidad” y en alguno (despacho de Salvadó) “fue espectacular”, por los documentos recogidos.

Pero tanto ese día como sobre todo el del referéndum (1-O), muchos guardias percibieron “odio” de los manifestantes, un odio “inaudito”; “no había visto una cosa igual en mi vida”; mi colega “recibió un mordisco”; era una “violencia inusitada”.

Todos estos datos y sensaciones están ya en el túrmix de los jueces. Prestos a ser contrastados con las pruebas, los papeles, las imágenes. Y de ser centrifugados dentro del código y de la jurisprudencia.

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