¿A costa de qué?
Dignificar a la víctima, conseguir que la representación de la violencia no sea un mero espectáculo. Qué difícil es lograr todo esto
Debo comenzar advirtiendo que en este texto no van a encontrar respuestas, tan sólo preguntas. Este mes de marzo se ha estrenado la obra Jauría, cuyo argumento gira en torno al caso de La Manada, en el Teatro Pavón Kamikaze de Madrid. No voy a hablar de la obra (no la he visto), sino plantear algunas preguntas a raíz de la controversia que ha generado, preguntas que me vengo haciendo desde hace años y para las que no consigo una respuesta definitiva. La principal crítica que he leído en algún medio y en redes sociales ha sido que hacer una obra sobre esta herida tan reciente y sin consultar a la víctima demuestra una falta de empatía y de ética condenable ya que podía tener como consecuencia la revictimización de la joven. La primera pregunta que planteo es si es necesario o incluso ético consultar a la víctima una vez que su caso se ha hecho público, si esa consulta no la pone en la difícil tesitura de revisitar su historia, obligándola a tomar la decisión de colaborar o no en la reconstrucción pública de su trauma. Por otra parte, cabe preguntarse en qué momento decidimos que su historia íntima ya no es sólo suya, que está a disposición de cualquiera que la quiera narrar. Si decidimos narrarla, con qué objetivo y desde qué derecho lo hacemos. Habrá que cuestionarse si nos estamos apropiando de su voz, manipulando su sufrimiento, incluso sacando partido de él. Pero si debido a todas estas dudas no contamos su historia y la víctima tampoco lo hace, ¿dónde queda el conocimiento que aporta su terrible experiencia? ¿Cómo nos hacemos entonces cargo, como sociedad, de su dolor y su herida? En muchos casos el impulso de establecer un relato público responde a un deseo pedagógico: “La sociedad necesita saber”, “hay que concienzar al público”. El problema es si esto se hace a costa de la posibilidad de ejercer una nueva violencia sobre la víctima.
Me he hecho estas preguntas al pensar y escribir sobre las víctimas del terror en diversos contextos históricos (la dictadura argentina, la franquista, el terrorismo de ETA). Siempre que lo he hecho he tenido presente que hay dos tipos de victimización: la primaria, que deriva directamente del hecho violento, y la secundaria, que es la que ocurre posteriormente, a veces por el mal hacer del sistema jurídico (es decir, impunidad de los verdugos, un juicio humillante, una sentencia que no corresponde al daño causado), por un sistema de ayudas (financieras, psicológicas, institucionales) inexistente o insuficiente, o porque socialmente la víctima no se siente reconocida, amparada, respetada, porque su sufrimiento no encuentra eco en el discurso público. El relato social que se hace de las víctimas como colectivo o de una víctima individual cuando ésta ha conseguido notoriedad en los medios de comunicación entra en el segundo supuesto. Nuestra responsabilidad en la creación de ese relato es extraordinaria. El peligro de la revictimización está siempre presente y tiene consecuencias psicológicas devastadoras, porque perpetúa el estado de inseguridad y vulnerabilidad de la víctima. Cuando, además, ésta ha sufrido vejaciones íntimas, como el caso de una violación, en las que la humillación y la vergüenza están tan presentes, cualquier relato corre el riesgo de reactivarlas.
Dignificar a la víctima, respetar su dolor, no hacer obscenidad del sufrimiento ni provocar la conmiseración de la lágrima fácil, conseguir que la representación de la violencia sea una herramienta hermenéutica y no un mero espectáculo. Qué difícil es lograr todo esto. Ojalá Jauría lo consiga.
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