Urkullu
Su testimonio proviene de la normalidad en la que vivíamos hasta hace muy poco y que hoy, sin embargo, parece una película de ciencia-ficción

A veces, la verdad ni siquiera sirve de consuelo. La declaración de Iñigo Urkullu en el juicio contra los líderes independentistas catalanes me ha inspirado una profunda sensación de melancolía. La figura del lehendakari respondiendo ante un tribunal con la seriedad, y la serenidad, de quien no tiene nada que reprocharse, es más que reconfortante en el juicio más delicado, que coincide, por si fuera poco, con la campaña electoral más feroz que recordamos. Su testimonio proviene de la normalidad en la que vivíamos hasta hace muy poco y que hoy, sin embargo, parece una película de ciencia ficción, la normalidad que impulsaba a dos partes en conflicto a buscar a alguien que intentara arreglar las cosas, ni más ni menos que un mediador. Yo le agradezco profundamente a Iñigo Urkullu el ejercicio de memoria que, más allá de datos concretos sobre fechas, escenarios y conversaciones, ha actuado como un espejo que nos permite apreciar las deformidades, las distorsiones y excrecencias que han brotado sobre una imagen en la que ya no nos reconocemos. La verdad puede llegar a ser muy triste. Que nos enteremos ahora de que Rajoy no quería aplicar el 155, de que Puigdemont no quería declarar la independencia, multiplica la sensación de fracaso colectivo por la cifra de un estupor difícil de calcular. En aquella normalidad perdida, esta verdad habría impactado sobre la realidad, modificando discursos y exigiendo aclaraciones. Pero vivimos en la época de las verdades alternativas, una plena anormalidad donde cualquier mentira convenientemente manipulada se convierte en una verdad. Pablo Casado ha dicho que el Gobierno hizo lo que tenía que hacer, y se ha quedado tan fresco. Eso es, seguramente, lo más triste de todo.
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