Un lance
Pensé entonces en estas cosas que nos explican de nosotros más de lo que sabemos, normalmente para recordarnos siempre que del ridículo no se vuelve
Hace una semana, mientras veía en la pantalla al fiscal Javier Zaragoza hablando en el juicio del procés, dejé de tomar notas un momento y me quedé mirando para él. Yo le había dado una patada a ese hombre, y no una patada pequeña. Estaba intentando recordar por qué, y en qué condiciones, podía haberle dado yo una patada a un fiscal que estaba hablando en el Tribunal Supremo, cuando finalmente lo supe: en un partido de fútbol contra las drogas.
A todo esto, el fiscal no dejaba de hablar y yo ya había perdido el hilo, conmocionado. Me lancé a hacer búsquedas en Internet, pues recordaba que había crónica de aquello, un amistoso de políticos, jueces, fiscales, periodistas y demás. La encontré en la hemeroteca de El Mundo, es de 1999 y la firmó María G. Eyo. De ese partido que se celebró en Portonovo yo —y todo el pueblo— recuerda el último penalti de la tanda, pues cada dos años recupero su historia: lo tiré tan mal que el árbitro me obligó a repetir el lanzamiento pensando que estaba de coña, y en el segundo tiro, para que el árbitro viese que yo no bromeaba, el balón fue tan despacio que no llegó a la portería.
En la crónica no se dice nada de mi lance con el fiscal, que creo recordar fue en un balón dividido y no llegó a mayores, pero sí se da un dato que yo olvidé a lo largo de estos veinte años. Bien es verdad que mi equipo perdió por mi culpa a los penaltis, pero lo había llevado yo a la prórroga al empatar el partido “después de una carrera en solitario”. El gol se lo marqué al alcalde de Pontevedra, que hizo declaraciones al acabar el encuentro: “Vi detrás de la portería a un amigo del colegio, lo estaba saludando y cuando miré ya lo tenía encima”. El artículo, por cierto, es una maravilla. Hoy, que me acordaba de aquella frase de Casciari sobre la precariedad de los periodistas (“Yo no quiero que me informe gente que vive con sus padres”) a propósito de esa estrella de Der Spiegel que mucho me temo que vivía solo.
Pensé entonces en estas cosas que nos explican de nosotros más de lo que sabemos, normalmente para recordarnos siempre que del ridículo no se vuelve, y recordé cuánto me gustaría a mí acabar como mi querido César Antonio Molina, al que una vez en una clase le preguntaron por un aspecto de su vida y contestó: “Eso ya lo cuento en el tercer tomo de mis memorias”. Y volví a los quehaceres, a tomar notas y a seguir trabajando después de ese lapso de tiempo del que regresé como si me hubiera pasado un camión por encima. En la libreta apunté una frase que recordaba de memoria de la biografía de María Esther Vázquez sobre Borges (“Ese Borges de la vejez parecía un árbol sin raíces y sin ramas que deseaba llegar de pie al final”) para buscar luego el pasaje, que me encanta, del momento en que Borges se empezó a quedar ciego, porque de alguna manera el efecto que provoca los fogonazos de memoria son parecidos: “Borges siguió leyendo hasta que se hizo de noche, apoyado contra el cristal de la ventanilla para aprovechar mejor la luz del crepúsculo. Terminó la novela casi a oscuras; más que viéndolas, adivinando las letras. Cerró los ojos cansados y, cuando los abrió, tenía delante un festival de luces de colores que se movían brillantes y hermosísimas; eso duró un momento, entonces se hizo la oscuridad”.
Esa mañana escuché toda la intervención del fiscal y aguanté hasta el primer receso no por profesionalidad, sino para asegurarme de que al levantarse no cojeaba.
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