Los últimos arrieros
Representa un gremio que sobrevive casi en exclusiva en el refranero español. Mulero desde los 12 años, defiende que el oficio debe reinventarse para perdurar
CUENTA RAFAEL Cuadrado que en su juventud las veredas fulguraban. “Había brillo en los caminos de tanto andar las bestias”, evoca con añoranza este sexagenario, un hombre enérgico y rudo. El tránsito redundante de los burros pulía las piedras por la fricción de estas con las herraduras. Hoy ya no centellean porque apenas hay mulos en los pueblos de campo, solo resisten algunas yuntas en núcleos rurales de terrenos bregosos de abrupta serranía. Su existencia se justifica en la recogida de aceituna en sinuosos y empinados senderos rocosos. Quienes jalan de ellas, los arrieros, se saben ya en peligro de extinción —aunque es difícil saber a ciencia cierta cuántos quedan en España—.
“Me tocó ser arriero y fui arriero”, deduce Rafael. En su pueblo cordobés, Adamuz —situado entre Sierra Morena y el Alto Guadalquivir—, todos lo conocen como Miguel, el nombre que usó hasta antes de hacer el servicio militar. En ese momento supo que, en los papeles, se llamaba Rafael y que fue su padre el que generó, no se sabe por qué, todo el embrollo a propósito de su nomenclatura. Juan fue mulero antes que él, y de padre a hijo pasó el oficio con el que Rafael crio a sus tres hijas. “Tres hembras, ningún macho”, subraya.
—¿Ninguna arriera?
—Les gusta el oficio a reventar, pero son mujeres. Y mira que a ellas les gustan los mulos, no consienten ni oír hablar de que los venda; pero son hembras, y esto…
En su cuadra tiene 18 mulos, todos castellanos —nacidos de una yegua y un burro—, a los que llama por su nombre. En plena campaña de la aceituna camina con tres de ellos por la finca Los Almirones, por Sierra Morena, una zona empedrada de olivar en pendiente. Van, por este orden, Zagala, Brillante y León; la primera, la más joven, contagia las ganas a los más veteranos, los menos asustadizos, que marchan lejos de la mano de Rafael.
“Pisé la escuela lo justo, pero esto es más lento de aprender que sacarse una carrera”, explica el arriero. A los 12 años, Rafael ya andaba solo con ellos por los campos. Ahora es el más experimentado de la comarca, donde solo tres se dedican a este oficio. “No sé si me podré jubilar siendo mulero”, se resigna. “Y me da pena de que se pierda este oficio, pero lo voy a intentar”.
De un tiempo a esta parte, Rafael y su hermano Juan, antes también arriero, han diversificado su carta de servicios. Ya no solo se dedican a acarrear aceitunas o a gradear y labrar olivos como hacían antaño, ahora participan en monterías o acuden con sus bestias a romerías para tirar de las carretas. En otros pueblos de zonas de dehesas también sirven para sacar el corcho de los alcornocales. Como sus mulos a los terrenos inestables, “bregosos” —como él los llama—, su oficio se aferra a la vida sabiéndose en peligro.
“El burro que se cae una vez no se cae dos”, explica el arriero. O [h]arriero, como Rafael lo pronuncia, con la ‘h’ aspirada, como una ‘j’ suave. La mecanización del campo le dio la puntilla hace ya décadas, aunque el oficio siga vivo en el refranero español. “Esto se pierde, ya no hay arrieros con los que encontrarse en los caminos”, insiste lacónico. Pese a todo, Zagala, Brillante y León llevan hoy cientos de kilos de aceituna sobre sus lomos. Y los que les quedan.
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