Tamaño y tiempo
Observo a los niños con gran interés. El suyo me parece un mundo de extremos, del cual seguramente los salva su capacidad para el fácil olvido
YO, QUE NO HE TENIDO hijos, me encuentro ahora con dos nietos. No de sangre, obviamente, pero tanto da: si a uno le tocan cerca unos niños, y le caen muy bien (no siempre sucede, los hay antipáticos o sosos), es fácil cobrarles afecto y hacerlos “suyos” en algún sentido, aunque sólo sea porque ellos cuentan con uno y así son quienes deciden el vínculo, al que no es posible sustraerse. Si un crío confía en nosotros, lo último es defraudar su confianza. Quizá por no haberlos tenido propios, por falta de acostumbramiento, los observo con gran interés. Es muy probable que los lectores padres y madres y abuelos, al leer estas líneas, piensen de mí: “Vaya, ha descubierto la pólvora”. Me disculpo con ellos, naturalmente. Pero también es posible que, por la misma falta de hábito, me fije en detalles extravagantes en los que acaso no reparen quienes se han pasado la vida entre criaturas.
La niña, Berta, es aún muy chica, tres meses recién cumplidos. Ya sonríe cuando se le dicen cosas afectuosas, y se agita de contento como un animalillo, a buen seguro sin saber por qué, ni lo que hace. Lo que me llama la atención es que, tan minúscula, responda ya a los estímulos del bien querer y del halago, que a su manera “comprenda” el habla cariñosa, ya que aún no las palabras. Pero, como me sucedía asimismo con una sobrina-nieta que ahora tiene cinco años, lo que más me intriga es la intensidad de su mirada cuando escruta a su alrededor, o a quien tiene delante, incluso a su propia madre. Mira con profundidad, como si quisiera desentrañar un enigma con el solo poder de su vista, supongo que es el principal medio con que cuenta para deducir, entender y reconocer. Cuando los niños son tan pequeños, no puedo evitar preguntarme qué diablos “piensan”. Ya sé que es un verbo excesivo, pero algo semejante al pensamiento debe rondarlos desde el primer instante. Y asocio su llegada al mundo con la de uno de nosotros a un planeta desconocido, sólo que ellos carecen de términos de comparación, encima. En verdad resultan misteriosos, quién sabe cómo interpretan.
El niño, su hermano, que se llama Unai y se llama Ernest, tiene dos años y tres meses. Como casi todos los de su edad, corre ya como loco y en todo se fija. Como también es frecuente, imagino, le encantan los trenes, las ambulancias, los furgones de policía, las grúas. Hace poco su juvenil abuela lo llevó a la Estación de Francia y unos amables ferroviarios le permitieron subirse a un tren que iba a partir, y fingir que lo conducía. Se quedó atónito primero, y después embelesado: un acontecimiento, en su vida todavía conformada por cosas mínimas. Algo que me extraña en los niños es que parecen encontrar normal su tamaño, y no poder alcanzar cuanto desean, y depender de los mayores para tantísimas actividades, para vestirse incluso. No parece molestarles que casi todo el mundo sea mucho más alto que ellos, y no sé cómo encajan esa particularidad. No creo que sean conscientes (no al menos a la edad de Unai o Ernest) de que los aguarda un crecimiento continuo, menos aún de que llegarán a la altura de sus padres y la sobrepasarán probablemente. Poco a poco aprenden lo que es el tiempo, pero les cuesta (también a los adultos, dicho sea de paso). “Mañana” no significa nada para ellos. “Dentro de unos días” les es inconcebible. Infiero que el tiempo presente es lo único que hay para ellos, y que se les aparece como infinito e inmutable. “Si mi madre o mi padre no están, eso significa que no estarán nunca; y si están, es que van a estar siempre”, deben de “pensar”, o intuir acaso. De ser así, el suyo me parece un mundo de extremos y de contrastes difícil de soportar, del cual seguramente los salva su capacidad para el fácil y rápido olvido. El olvido, supongo, es una bendición defensiva desde el principio.
Unai o Ernest es curioso hasta la aventura y a la vez cauteloso. Ante un bazar chino, repleto de objetos como todos, se iba acercando a la puerta con pasos cortos y paradas, como si esperara a que le dieran permiso para adentrarse, o simplemente a ver qué ocurría si persistía en su aproximación, como un explorador avezado y prudente. Nadie le dio indicación alguna, pero su curiosidad fue más fuerte. Por fin atravesó el umbral y, siempre con respeto o sigilo, empezó a mirar cosa por cosa; todo lo atrae, lo mismo que cuando va por la calle: ir con él es ir parándose y explicándole, porque quiere explicaciones; aunque no las entienda cabalmente, quiere palabras. El nacimiento de Berta lo ha desconcertado un poco, claro está. Alternaba besos y regalos (o por lo menos le enseñaba sus cuentos y juguetes) con momentos de recelo. Pero un mínimo episodio reciente da fe de que ya la ha “adoptado”. Unos niños de unos siete años se acercaron corriendo al cochecito para ver al bebé, con buenas intenciones. Pero como Unai o Ernest las desconocía, por si acaso se interpuso entre ellos y la hermana, para protegerla de cualquier peligro, como un pequeño soldado. Qué iba a poder un niño de dos años contra varios de siete. Quizá él no era consciente de que poco podría, y sin embargo le brotó el gesto, la voluntad, el afán. Era como si les dijera: “A ver qué queréis, que a esta nena yo la guardo”.
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