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Alterconsumismo
Coordinado por Anna Argemí

Un jardín en homenaje al activista que murió en una detención de los mossos

Había sido una fábrica textil y luego basurero lleno de ratas. Una visita al espacio que los vecinos del Raval recuperaron y bautizaron con el nombre de Juan Andrés Benítez

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Cada vez son más las que lo consideran como un oasis, un lugar de vida, un milagro. En calles en las que conviven prostitución con narco-pisos, especulación inmobiliaria y la Sareb, todavía se descubre la esperanza en forma de solar en el que crecen iris, palmeras enanas y aspidistras.

Había sido una fábrica textil y luego basurero lleno de ratas. Los vecinos cuentan que cuando entraron para limpiar se equiparon con guantes de cuero para no pincharse: el primer día recogieron 52 jeringuillas. Luego aportaron buena tierra para que creciera lo plantado. Lleva el nombre de un vecino. Desde la que fue su ventana se ve el jardín. Juan Andrés Benítez murió debido a los golpes recibidos durante su detención, una muerte trágica que jamás tendría que haber pasado. Ocuparon el espacio en el primer aniversario de su muerte, porque los vecinos no olvidan. Y es un Ágora porque se define como el lugar en el que hablar y discutir, cualquiera que sea la condición y pensamiento, al aire libre.

Salieron de sus casas siendo niños y han llegado aquí cumplida la mayoría de edad; casi todos necesitarían asistencia psicológica que no reciben

Los últimos usuarios, vidas amenazadas, acaban de llegar en pateras desafiando también a la muerte y en muchos casos con secuelas que tardarán en cicatrizar. No viven allí pero usan el Ágora como lugar de encuentro mientras tramitan sus papeles y mantienen esperanzas. Se encuentran en el jardín, comen algo o se hacen un té, se cambian de ropa, descansan y contrastan información mientras explican los abusos sufridos en las cárceles de Libia, donde fueron a parar por el mero hecho de ser viajeros, refugiados y migrantes.

Miguel, uno de los vecinos, nos cuenta que buena parte de ellos salieron de sus casas siendo niños y han llegado aquí cumplida la mayoría de edad. Casi todos necesitarían asistencia psicológica que no reciben, su trauma es enorme. Dice que en este entorno se sienten acompañados por el vecindario pero la compañía es mutua: “nosotros también nos sentimos acompañados por ellos, intentamos mejorar la vida todos juntos”.

Ahora hace tanto frío que durante un tiempo habrá que buscar un cobijo de refugio temporal con techo para ellos. El jardín es pues una lucha por la vida en un barrio que ha sido tan maldito, tan insalubre, en el que la tuberculosis llegó a finales del XIX y primeros del XX a tasas altísimas, las más altas de Barcelona.

Por eso cuando acaban de superar la primera fase de un juicio, después de una denuncia privada para intentar recuperar el solar, los vecinos se preguntan si será posible mantener un año más el cine al aire libre con el debate posterior; las presentaciones de libros; las charlas que enriquecen; las comidas y fiestas colectivas; y sobre todo los ratos para regar, plantar y ver crecer el verde entre el asfalto, que también es sinónimo de fragilidad. Su objetivo es claro y lo mantienen: defender la vida amenazada, ayudar a que sobreviva y facilitar que la que no lo está siga adelante con la mayor plenitud posible.

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