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Si nadie fastidia, la vida se reproduce

Los peces, pulpos y caracoles se estaban acabando por la pesca indiscriminada en Ancón, en el norte de Perú. Hasta que un nuevo sistema basado en dejar en paz a la fauna marina cambió las cosas

Dos pescadores y sus tripulantes muestran los pulpos capturados al volver de unas de las islas.
Dos pescadores y sus tripulantes muestran los pulpos capturados al volver de unas de las islas.Sebastian Galliani / LUMEN
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Cuando el bote ha dejado de ser zarandeado por las olas, mientras las espuma se retira un poco más suavemente de los acantilados, Gino Paz, un joven de poco más de 20 años se enfunda en el traje de neopreno, se pone el cinturón de plomo y procede a acomodarse la máscara y ponerse en la boca la manguera con la cual, durante incontables minutos se moverá por el fondo marino.

La resaca sigue serenándose acá en Isla Grande, una formación rocosa de considerable tamaño a 46 kilómetros al norte de Lima (Perú) frente las costas de Ancón. Gino se zambulle en el agua y la vieja compresora que está montada sobre la embarcación comienza a sonar, como señal de que le está proporcionando el flujo vital de aire para que pueda zumbar como un pez en busca de especies diversas.

Allá abajo, solo conectado a la superficie por la manguera, como en los viejos tiempos, el muchacho ya desarrolla su trabajo habitual con un gancho marisquero en ristre (si hay peces pedirán un arpón). Alrededor de nosotros, ya se ha disipado la niebla matinal y el mar se ha calmado un poco. En la superficie, Martín Garrido, el piloto del bote, y Edgar Oscanoa, conocido por el bíblico apodo de Barrabás.

Antes, coinciden ambos, el pescado estaba más cerca de la costa, no se tenía que ir tan lejos y las capturas eran abundantes. “Te ibas cerca de Ancón y allí no más sacabas buenas corvinas”, comenta Garrido. Lo mismo dice Barrabás, quien recuerda haber arponeado cierta vez una enorme mero rojo de 10 kilos cerca de una de las islas.

Todo eso fue hace años, sobre todo en el siglo pasado, cuando el producto no faltaba. Pero cuando entró el siglo XXI, aumentó el número de pescadores y siguió sin control el volumen o el tamaño de lo extraído, comenzaron los problemas. Hacia inicios del nuevo milenio, hubo un boom del marisco navaja, que elevó el nivel de vida de los pescadores. Pero poco a poco la crisis llegó como una marejada.

No teníamos conciencia de cuánto habíamos depredado

La escasez hizo que, hacia el año 2009, los miembros de la Asociación de Pescadores Artesanales y Buzos Marisqueros de Ancón decidieran ponerse cuotas. Nada de faenar hasta el infinito. Nada de acabar con lo que había en las más de 10 islas donde trabajan. “No teníamos conciencia de cuánto habíamos depredado”, dice Rogelio Méndez, de 63 años, patriarca del buceo que le ha enseñado el oficio a varios jóvenes.

El primer sistema establecido fue puntual: cada embarcación podía capturar 50 kilos de pulpo, 50 manojos de caracol de la especie Thaisella chocolata, dos cajas de cangrejo, una caja llena de peces de diverso tipo, especialmente de pintadillas. “Tuvimos que hacer eso porque el 2008 ya no había producto”, enfatiza Rogelio.

El autocontrol funcionó, pero no fue suficiente. Hacia el 2012, las cuotas bajaron. Los tiempos en que, según cuenta Rogelio, en un par de días podían capturar más de 500 kilos de pulpo, por ejemplo faenando en la isla La Hormiga, habían terminado. Pero comenzaba una nueva etapa, la de la pesca responsable. La del futuro.

Abrirse a la vida

Gino ha vuelto a la superficie y trae consigo un pulpo de regular tamaño. El pegajoso animal se retuerce, procura zafarse del gancho, pero ha llegado su fin y su destino es la caja de capturas. La compresora sigue cascabeleando, gracias a su viejo motor, y el joven buzo se tira al agua nuevamente, manguera en boca, para perderse entre las olas. El calor a esta hora raja la piel y las olas se elevan como si quisieran rajar las rocas. Aún así, la pesca no se detiene. Y Gino sigue en el fondo.

Matías Caillaux, un miembro de la ONG The Nature Conservacy (TNC), cuenta que este no es el peor mar, que hay días en que es literalmente imposible salir a trabajar. ´”El año pasado, cuando vino el Niño Costero (fenómeno que calentó inusualmente las aguas del Pacífico en Perú) los tiempos fueron terribles”. El agua estaba barrosa, movida, y podían pasar semanas sin que se pudiera salir a buscar pulpos, cangrejos o peces en las islas.

Un pescador tripula su embarcación cerca de la Isla grande, con el mar algo agitado.
Un pescador tripula su embarcación cerca de la Isla grande, con el mar algo agitado.Sebastian Galliani (LUMEN)

TNC colabora desde febrero de 2015 con los pescadores de Ancón en un proyecto comunitario de manejo de recursos pesqueros. También intenta hacerlo con los pinteros (pescadores de cordel y anzuelo) y con los que trabajan con red. Pero es con estos buzos intrépidos, cuya asociación suma más de 60 miembros, con quienes el trabajo se ha vuelto más sistemático. Tienen una estrategia para hacer descansar las islas rotativamente.

La idea consiste en hacer un cierre y una apertura programada de algunas de las 11 islas e islotes. La lógica es simple: cuando tú dejas reposar al mar, el ecosistema se recupera; cuando lo explotas sin piedad, los recursos se agotan. Así, mientras unas islas duermen sin ser molestadas, se puede pescar en otras. Esto, por añadidura, va en consonancia con el tiempo de crecimiento y maduración de algunas de las especies más apreciadas.

Un pulpo de estos lares alcanza la edad reproductiva aproximadamente a los dos meses, o a veces recién al año. Según Jimmy Alexander Cabrera, biólogo de la Universidad Ricardo Palma, se trataría además de una especie que se reproduce por una única vez en la vida. En los caracoles marinos, el tiempo para llegar a la madurez y poder aparearse sería similar. Si nadie  fastidia, la vida se reproduce.

El primer ensayo comenzó en febrero del 2015 con el cierre de la Isleta, que junto con las otras ínsulas anconeras forma parte de la Reserva Nacional Sistema de Islas, Islotes y Puntas Guanera, un área protegida que se extiende a lo largo de toda la costa peruana. Por unos meses, se permitió la actividad de los buzos en todas las islas, menos en esa.

Cuando se reabrió, en marzo del 2016, la sorpresa fue grande. “Yo estuve ese día, había caracol en abundancia, cangrejos por montones, cientos de pulpos y pintadillas. Esto funciona, me dije”, relata Héctor Eco Samillán, presidente de la asociación. La angustia por la escasez de recursos se había esfumado.

Posteriormente, la Isla Grande y La Huaca se cerraron de abril a julio del 2016, con los mismos esperanzadores resultados. Siempre había más especies, era como si el propio mar agradeciera que le den un respiro. Y entre noviembre y diciembre de este año otra vez se cerraron otras tres. Eco, Barrabás, Martín, Rogelio y otros varios compañeros habían visto, entre las olas, una posibilidad.

Pulseando los fondos

De pronto, desde cubierta, Martín ha reaccionado ante una señal y empieza a subir la manguera que le lleva a Gino el aire. El muchacho sale de las profundidades cargando un capacho (bolsa de red) lleno de caracoles.

Si Gino pega un tirón a la manguera significa “súbeme”, si pega dos es “otro capacho”, si son tres es “me falta aire”, si son cuatro es “mucho aire”. Para él, ese código es fundamental. En una ocasión bajó y se metió a una cueva submarina repleta de caracoles, cangrejos, peces. Pero el mar se agitó, comenzó a revolverse y no lo dejaba salir. “Sentí que me faltaba el aire, me desesperé”, recuerda.

Tras el cierre de la Isleta se hicieron varios monitoreos. En febrero, un buzo podía capturar durante 10 minutos menos de 10 kilos de caracol; en julio, el volumen subió a 25 kilos

Salió, felizmente, aunque muy asustado. No es una experiencia inusual para estos curtidos buzos. Barrabás, cuando tenía 16 años, se perdió en una embarcación llamada Piscis durante 14 días. Habían salido a faenar mar adentro él, su padre y otro adolescente, pero el motor se malogró y quedaron al garete. Tuvieron que remar día y noche, hasta que, por fin, llegaron a la isla Mazorca, ubicada varios kilómetros al norte de Ancón. “Teníamos poca agua, algo de pescado, pero era desesperante no salir del bote”, relata.

Los mismos pescadores, junto con el personal de TNC, utilizan su destreza buceadora para monitorear el mar. Tal como explica Alexis Nakandakari, quien también trabaja para esta organización, en La Huaca, La Hormiguilla e Isla Grande hay 22 puntos de monitoreo. Están alrededor de estas y sirven para que, dentro de los lapsos de cierre, se haga un estimado de la cantidad y estado de las especies existentes.

Los buzos marisqueros participan en ellas y van capturando pulpos para que estos sean medidos, pesados, catalogados. “Se registra su talla y se identifica si hay pulpos en cópula o hembras ovígeras (que están incubando)”, apunta Matías. Esta información se compara y se decide si hay nuevos cierres.

Las cifras han sido alentadoras. Tras el cierre de la Isleta en el 2015, se hicieron varios monitoreos. Las diferencias fueron notables. En febrero, un buzo podía capturar durante 10 minutos menos de 10 kilos de caracol; en julio, el volumen subió a 25 kilos.

Alexis es cauto y sostiene que no se puede decir que esta es la gran solución, pero sí que “se está mejor que en otros lugares”. La pesca responsable es un instrumento que hace que los propios pescadores, según TNC, “comprendan mejor el comportamiento de sus recursos”. Se trata de una alianza entre el conocimiento tradicional y el conocimiento técnico y científico, que puede lograr resultados notables.

No es poca cosa para Ancón, cuyo mar se estaba agotando, y sería recomendable para los 116 lugares de desembarque que hay en la costa peruana, que dan trabajo directo e indirecto a más de 40.000 personas. Habitualmente, sostiene TNC, la mayoría de especies se encuentran en “regímenes de acceso abierto” y no hay una data del stock existente.

Un hombre pesa a un pulpo para controlar que este por lo menos sobre un kilogramo de peso. No puede ser menor a esa talla.
Un hombre pesa a un pulpo para controlar que este por lo menos sobre un kilogramo de peso. No puede ser menor a esa talla.Sebastian Galliani (LUMEN)

La travesía continúa

Al final de la jornada, Barrabás sentencia que “esa idea de que el mar es inmenso, de que los peces nunca se van a acabar, es mentira; ya se siente, ya se ve que no es así”. Y no queda más que embarcarse en proyectos de pesca responsable, como este y otros que puedan zarpar. Gino nuevamente ha vuelto a emerger de las profundidades, con otro capacho lleno de cangrejos. Sobre cubierta, hay otros más con pulpos y caracoles.

Finalmente, se quita el traje de neopreno y descansa sobre el bote, con el torso descubierto. La faena ha sido regular, como para seguir navegando, y volver a las profundidades. Martín apaga la compresora, y enciende el motor de la lancha. La Isla Grande se aleja, se va volviendo pequeñita y, a lo lejos, se ven algunas de las otras islas.

Todas ellas, guardan aún sus tesoros de biodiversidad. Todas ellas, además, piden que las dejen descansar, que no las exploten sin piedad. Para que sigan siendo la despensa de los pescadores y el tesoro que abastece a la deliciosa culinaria marina peruana. Para que estas olas no sean, algún día, solamente el manto de un desierto marino.

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