Mínimos en el proceso al ‘procés’
Las leyes no son un cúmulo de palabras y términos técnicos interpretables formal y asépticamente, sino un instrumento para resolver conflictos, no para agravarlos
Durante este proceso a los políticos catalanes independentistas hemos visto reivindicar desde la libre absolución —lógica en los acusados, pero apoyada como principio irrenunciable por algunos políticos— hasta la petición de 30 años de cárcel por rebelión agravada. En todo caso, si para unos la petición de las máximas penas es una posición política vengativa, también es una reivindicación política exigir que los jueces actúen como si nada hubiera pasado.
Como otros muchos catalanes, no participo de ninguno de los dos extremos. La exigencia de la absolución como principio político inamovible insiste en el engaño o autoengaño según el cual se podía sustituir un ordenamiento jurídico por otro (“de la ley a la ley”, nos dijeron) sin romper un plato ni cometer ningún delito. Y, en el otro extremo, la calificación de los hechos como delito de rebelión no solo fue cuestionada por 200 profesores de derecho penal, sino también por algún jurista libre de toda sospecha, como Pascual Sala, que ha sido presidente del Supremo y del Constitucional.
La discrepancia puede y debe abordarse desde una perspectiva jurídica rigurosa que diferencie los planteamientos de máximos o de mínimos en la aplicación de la ley, sin necesidad de acudir a las evanescentes razones “políticas” que se arguyen como forma de burlarla o sortearla.
En cualquier caso penal, el planteamiento de máximos busca el castigo más duro porque cree que con ello se solucionan los problemas, o bien porque pretende segregar socialmente a los responsables. Para ello, no solo busca las interpretaciones más punitivas posibles, sino, a veces, retuerce o desborda los términos razonables de la ley. Es lo que, en mi opinión, ocurre cuando se califica a la los Mossos d’Esquadra como organización criminal o cuando se fuerzan los términos “alzamiento” o “violencia” para mantener la rebelión.
La opción por el mínimo, en cambio, parte de que la certeza de la aplicación de la ley resulta más útil que la máxima dureza punitiva. No es buenismo ni debilidad política: hoy el principio de intervención penal mínima está asumido y se refleja también en la jurisprudencia constitucional sobre el principio de proporcionalidad. Son principios propios de un Estado democrático sólido que puede resistir los conflictos políticos sin sobreactuar penalmente ni forzar la ley, teóricamente, para defenderla.
En el caso del procés, más que en ningún otro, debería descartarse el maximalismo. Muchos pensamos que solo parece clara la desobediencia a los mandatos del Constitucional, mientras que la malversación habrá que basarla en comprobaciones muy concretas que, por cierto, el ministro Montoro cuestionó. Es necesario recordar —especialmente cuando se encomienda a los tribunales la solución de un problema político descomunal— que las leyes no son un cúmulo de palabras y términos técnicos interpretables formal y asépticamente, sino un instrumento para resolver conflictos, no para agravarlos.
Mercedes García Arán es catedrática de Derecho Penal.
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