Nunca pasa nada hasta que pasa
Todos pensamos que nuestra causa es la única verdadera y que el enrarecimiento de la conversación pública es culpa de los demás


El libro de memorias de Pedro Sánchez es una anécdota. Pero no siempre está claro qué es lo accesorio y lo significativo, la farsa y la tragedia: sorprende que el presidente del Gobierno firme un contrato con un grupo editorial o que haya encontrado tiempo para terminar un libro mientras desempeña un cargo teóricamente exigente. Al margen de sus capacidades, que la persona escogida para dar “forma literaria” a la autohagiografía de Sánchez sea designada para promover la imagen de España en el exterior muestra una desconcertante cercanía entre lo privado y lo público, y una imprudente confusión entre los intereses del Estado y la frivolidad narcisista.
Algo parecido ocurre con casos más graves, como el descrédito del CIS o la polémica del relator y la mesa de partidos. Para salvar sus presupuestos, un presidente sin mandato y con debilidad parlamentaria aceptaba parte del marco del secesionismo catalán derrotado. Podía presentarse como una justificable concesión simbólica o una apuesta por el diálogo. Pero también como la aceptación de la falacia de que estamos en un conflicto entre Cataluña y España, y no en una disputa entre catalanes; el reconocimiento de que es un problema que no podemos resolver según los cauces estipulados y quizá ni siquiera entre nosotros; o la escenificación de una relación bilateral.
El debate sigue un mecanismo conocido. Un anuncio chapucero del Gobierno provoca perplejidad y críticas: en el partido, en personas valiosas que creen en el proyecto, en votantes y en opinadores. La reacción exagerada e irresponsable del PP y de Ciudadanos es una tabla de salvación para el Ejecutivo, analistas próximos y aspirantes a spin doctors. Toda disensión se atribuye a una derecha embrutecida. En un ejercicio de transversalidad marrullera, unos y otros aplican una fórmula parecida: eufemismo y racionalización para describir las equivocaciones de los afines; superlativos y juicio moralizante para categorizar las de los demás. La algarabía diluye la posibilidad de valorar los errores iniciales: no sabemos cuánto importan, ni lo que ayuda la confusión a una extrema derecha que ni siquiera necesita actuar mucho. Nunca pasa nada hasta que pasa: todos pensamos que nuestra causa es la única verdadera y que el enrarecimiento de la conversación pública es culpa de los demás, y confiamos en que el clima de polarización, inflación léxica e histeria no rompa las instituciones que degradamos cada día. @gascondaniel
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