El váter también se adapta a la revolución tecnológica: el fenómeno del ‘Squatty Potty’
La humanidad cambia sin freno. Pero el váter sigue siendo el váter. Hoy, eso sí, de última tecnología
ERAN ESCASOS: el privilegio de muy pocos. Cuentan que a principios del siglo XIX una dama inglesa que debía viajar a un pueblo indio mandó una carta al maestro de la escuela local para preguntarle si el lugar disponía de un WC. Los notables del pueblo no conocían esa palabra y debatieron; tras muchas dudas, decidieron que la dama debía querer decir wayside chapel —una capilla cercana— y le encargaron al maestro que respondiera con toda la amabilidad del vasallo colonial: “Querida señora, tengo el placer de informarle que el WC se encuentra a nueve millas de la casa, en medio de un delicioso bosque de pinos. El WC puede recibir 229 personas sentadas y funciona los domingos y los jueves. Le sugeriría que acudiese temprano, sobre todo en verano, cuando la concurrencia es grande. Puede también quedarse de pie, pero sería incómodo, sobre todo si va usted con frecuencia. Sepa usted que mi hija se casó allí, porque allí fue donde conoció a su futuro esposo. (…) Será un placer acompañarla personalmente y ubicarla en un lugar bien visible…”.
Después se difundieron, pero, dos siglos más tarde, el water-closet —o váter o inodoro— sigue tan parecido a los de entonces. Pocas cosas han cambiado menos en estos años que tanto cambiaron nuestras vidas. Hablamos alguna vez en estas páginas de esos tecnováteres que arrasan en Oriente pero no en Occidente; ahora parece que nuestra respuesta al inodoro inteligente es el banquito bobo.
Todo empezó con una señora americana que, como tantos, no cagaba bien: en su país las hemorroides afectan a un tercio de los ciudadanos, la constipación a un sexto —y más cuanto más ricos. Judy Edwards, sesentona de Saint George, Utah, un pueblo de mormones, combatía sus problemas con un cubo de plástico que usaba para levantar sus pies cuando acampaba en su inodoro: un doctor le había dicho que la postura relajaba los músculos puborrectales que, al sentarse, obturan el trayecto. Funcionaba. Un día Judy le pidió a su hijo Bobby, constructor, que la ayudara a armar uno más firme, y el hombre vio la luz y gritó eureka o algo así. Tras diversas pruebas —con latas de pintura y guías de teléfonos—, decidieron que la mejor altura eran siete pulgadas —18 centímetros—, lo llamaron Squatty Potty —Orinal Acuclillado, pero más simpático— y mandaron a fabricar 2.000 en China.
Para eso y una página web invirtieron unos 30.000 euros; el primer año ingresaron 15.000. El Squatty Potty impresiona muy poco: es un banquito de plástico blanco que rodea la base del inodoro. Y no se vendía hasta que rodaron aquel anuncio que los salvó: un unicornio acuclillado cagaba helados arcoíris que un Príncipe Encantado de utilería lamía y apreciaba: “De aquí viene tu helado”, le decía al espectador. “Los unicornios son muy buenos cagando. ¿Pero sabes quién es pésimo? Tú”. Y mostraba los problemas del unicornio para hacerlo en un inodoro, mal sentado, hasta que el Squatty Potty lo salvaba y podía seguir cagando helados —que ofrecía a unos niños multicultis que los comían encantados, enchastrados.
El vídeo fue un éxito absoluto: vendió, en tres meses, 200.000 banquitos, y ya lleva 100 millones de vistas en YouTube. Desde entonces la empresa familiar avanza incontenible. Ahora el Squatty se distribuye en docenas de países —incluido España—; el año pasado colocó más de un millón de unidades por unos 30 millones de euros.
En estos días de adoración de todo lo que se dice natural —o eco o bio o verde o tururú—, en estos días hipertecno que desconfían de la técnica, la astucia de Squatty consiste en convencerte de que te hace cagar según natura. Quizás hasta sea cierto; es curioso que el gran avance de la tecnología váter consista en volver a cuando no existían los váteres y había que acuclillarse en el suelo o un agujero. Es también un signo de estos tiempos.
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