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Columna
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Ejército de trolls

La línea que separa el delirante fanatismo de la convicción de la pura idiotez improvisada es muy fina

Máriam Martínez-Bascuñán
Diego Mir

¿Qué hacer cuando la competición por la disrupción lo justifica todo? ¿Quién gana la batalla por la atención? Sin saber cómo, nos hemos encontrado con un espacio público repleto de resentidos lamentándose de lo mal que está todo y hablando de… ¿Lo adivinan? ¡Su resentimiento! Luego están los amantes de la transgresión gratuita que, sintiéndose oprimidos (¡pobres!), se dicen preocupados por la libertad de expresión. Y proliferan los diletantes excéntricos y altivos, los encargados de señalar la vía esnob ante la odiada cultura dominante. Salirse del rebaño, de la presión moral que la paralizante tiranía de la mayoría ejerce sobre sus libres almas nutre su encarnizada lucha cotidiana. Paradójicamente, el temor por la violencia intelectual que pueda ejercer el dogmatismo grupal ha terminado por configurar una tribu particular: los nuevos trolls o, en su versión ibérica, el “cuñadismo”.

Como casi siempre, el impulso llega de EE UU, donde una manada antaño silenciosa que compartía un intenso amor secreto por el odio a lo políticamente correcto estalló, finalmente, en los márgenes de las redes digitales. De manera aparentemente inocua, surgía en el espacio público un enjambre de odiadores guiados por un objetivo común: mofarse de todo lo que oliera a progresismo. Y sucedió así que un ejército de trolls capitaneados por la rana Pepe inoculó con su frivolidad el modelo antipolítico a la conversación pública. Todo fue maniqueísmo y polarización: el bien y el mal perfectamente separados. Lo curioso es que, motivados por el temor a estrechar la conversación pública a los rancios consensos de lo políticamente correcto, terminaron atrofiando el espacio público, convirtiéndolo en una caricatura de sí mismos.

Trump fue la abeja madre que mejor encarnó el runrún de fondo de esa cultura irreverente que explotó contra el establishment: la asfixiante moral de la izquierda, los “blanditos” de la derecha. Surgió así uno de nuestros grandes dilemas: ¿qué hacer cuando no hay diferencias entre un troll y un representante político? ¿Cómo combatir la apabullante presencia de la pura banalidad opinológica en nuestro Congreso de los Diputados, cuando la función representativa se reduce a polarizar el mundo en lugar de explicar su complejidad? Lo vemos cada vez más en algunos de nuestros jóvenes líderes: guiados por el nuevo estilo ultra y su aparente modernidad, son capaces de negar la violencia de género ante la apremiante y ficticia urgencia nacional de reivindicar la prisión permanente revisable. La línea que separa el delirante fanatismo de la convicción de la pura idiotez improvisada es muy fina. No sé ustedes, pero yo ya no sé dónde estamos.

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