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Carta blanca
Columna
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Una declaración de enemistad

No se suelen escribir cartas a aquellos a quienes se desprecia. Sin embargo, dice el escritor, el resentimiento es provechoso para el alma, la cura

QUERIDO FERNANDO:

La gente escribe cartas a sus amantes, a sus familiares, a sus maestros o a las personas a las que aprecia, pero casi nunca escribe a sus enemigos. Yo sí. Me gusta dedicarle tiempo a los imbéciles y a los infames. Primero porque, en contra de lo que suelen asegurar los psicólogos, el resentimiento es provechoso para el alma, la cura. Y en segundo lugar por puro utilitarismo: creo que uno de los grandes males de nuestra época es la libertad con que los miserables campan por sus fueros.

Tú eres un miserable, Fernando. Una de esas personas que hacen el mundo más sucio y deshonesto. Una de esas personas que construyen con sus actos el dolor de los demás y que fundan mediante su ejemplo la moral obscena de esta época. De cualquier época, en realidad, porque no creo que haya habido mucha mudanza en la enseñanza del mal.

Nos conocemos desde hace 40 años y nunca he padecido tus tropelías en carne propia, si descontamos las de la disputa intelectual. Es decir, nunca me has perjudicado personalmente, pero te he escuchado tantas veces defender la arbitrariedad, el abuso y la dominación del fuerte ante el débil que he llegado a sentir por ti más aborrecimiento que el que he sentido por algunos de mis antagonistas. Lo puedo decir de otra manera: por los enemigos, uno siente odio, pero por los amigos siniestros siente vergüenza y culpa.

Recuerdo especialmente un episodio despiadado en una de las últimas cenas que compartimos juntos. Óscar, a quien conocíamos desde los tiempos de la universidad, acababa de perder el trabajo en la tormenta de la crisis económica. Tenía una hipoteca muy gravosa y acababa de ser padre de su segundo hijo. Yo intenté darle alguna respuesta compasiva y ofrecerle esperanzas de futuro. Tú, fiel a tu estilo, te empeñaste en recalcar todos los errores que había cometido en su vida para llegar adonde estaba: unos estudios inútiles, una actitud vital poco pragmática, una elección equivocada de su pareja y una debilidad de carácter que le hacía vulnerable a las situaciones de catástrofe. Fingías afecto y lo decías todo con voz endulzada, pero cada una de tus palabras estaba encaminada a roer su ánimo. Al final de la cena, cuando te fuiste, Óscar se puso a llorar como un niño desvalido.

Eres, de todos los amigos que he ido teniendo a lo largo de mi vida, el único al que dejé de ver deliberadamente. Mi carácter un poco intemperante me ha costado muchas veces riñas y desavenencias con la gente cercana, pero siempre, al final, sobrevivía el afecto. Contigo fue imposible. Tu naturaleza de piraña acabó separándote de todos, y también de mí. En los últimos tiempos me he cruzado con tres personas que te habían conocido y que, como yo, habían salido huyendo de tus ternuras.

A mí edad, no creo ya en la bondad humana, sé que somos todos seres solitarios y peligrosos. Pero sí sigo creyendo en la idea de la bondad. Es la que nos salva de ser depredadores. De ser innobles.

Cordialmente. 

Luisgé Martín es escritor. Su último ensayo se titula El mundo feliz. @luisgemartin www.luisgemartin.es

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