A propósito de Evo Morales
Conduce una nación con el 58% de sus habitantes indígenas. Conciliar ese pluralismo nacional no es fácil
La desconfianza de América Latina en la reelección presidencial es manifiesta desde el siglo XIX, en que el debate presidencialismo versus parlamentarismo fue precursor. Chocaron los defensores de la prórroga de mandatos para aprovechar los buenos liderazgos y quienes advertían contra la tentación autárquica de los reelectos. El presidente Evo Morales ha reactivado la polémica y los recelos al forzar la reinterpretación del texto fundamental de Bolivia para intentar un cuarto mandato y gobernar hasta 2025. “No puedo decepcionar a mi pueblo”, se justificó. Al creerse irremplazable, pretende la imposible cohabitación entre el providencialismo político y el Estado el derecho. El pueblo que invoca rechazó en el referéndum de 2016 la reforma constitucional que autorizaría su reelección indefinida. Un año después del revés, los operadores gubernamentales cabildearon hasta que el Tribunal Constitucional anuló las limitaciones establecidas por la voluntad popular. La mitad de sus magistrados ocupan hoy cargos en la Administración.
Un tribunal electoral de mayoría oficialista le inscribió como candidato en las generales de 2019 entre las protestas de la oposición, que teme por la democracia al considerar que Morales no cree en ella. La manipulación de los controles institucionales, el personalismo mesiánico y el paternalismo de Estado son señas de identidad de las autocracias regionales. El debate sobre la repetición de mandatos ha sido cíclico. Países que en los ochenta prohibieron la reelección para barrer los rescoldos de las dictaduras castrenses, la aprobaron a partir de los noventa. Durante los tres últimos decenios, reformaron sus Constituciones Brasil, en 1988; Colombia, en 1991; Paraguay, en 1992; Perú, en 1993; Bolivia, en 1994, 2004 y 2009; Argentina, en 1995; Ecuador, en 1998, 2008, 2011 y 2017; Venezuela, en 1999 y 2009; Chile, en 2005.
El exsindicalista cocalero es el presidente lógico de un país tutelado hasta su llegada por minorías blancas y criollas, cuyas bases sociales menosprecian los derechos de la mayoría indígena, afrentada por el racismo y la marginación. El Banco Mundial reconoce que la pobreza se redujo en Bolivia del 59,9% en 2006, al 36,4% en 2017, y se amplió el acceso de las comunidades indígenas a la electricidad y agua. Pero los logros, por muy admirables que sean, no son patente de corso para la perpetuación en el poder.
De ascendencia aymara, el bolivariano conduce una nación con el 58% de sus habitantes indígenas: 28% quechuas, 19% aymaras, 11% de otras etnias; 30% mestizos y 12% de origen europeo, según datos de la División de Investigación Federal de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Conciliar ese pluralismo nacional no es fácil.
Las Constituciones de la América Latina multiétnica y multicultural son garantistas y retóricamente abarcadoras (441 artículos la boliviana, contra 169 de la española), pero también contradictorias y ambiguas, incapaces de establecer valladares contra la tentación absolutista, la espuria intromisión de las instituciones del Estado y las conspiraciones de políticos, jueces y poderes empresariales.
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