Celebración
Las exigencias de la Constitución se pasan muchas veces por alto
Cuando en el mundo se imponen tantos líderes autoritarios y la democracia pasa por horas difíciles, ayer el Congreso celebró los 40 años de la Constitución. Una buena lección del trabajo que hicieron los siete diputados que la redactaron es que supieron escucharse, buscar acuerdos, trabajar en un proyecto común, y eso que tenían distintas maneras de ver las cosas y representaban opciones ideológicas diferentes. Tenían el encargo de establecer las reglas de juego de esa democracia que se iba consolidando y que dejaba atrás una larga dictadura, la del régimen de Franco que se había impuesto tras una cruenta Guerra Civil y una feroz represión. Lo que entonces estaba claro es que había que superar la dialéctica amigo/enemigo, la intolerancia, la batalla de unos contra otros. Dejar las trincheras definitivamente atrás y reconocer que España era plural y diversa. Que había, por tanto, lugar para los matices, que no todo tenía que ser (como en el franquismo) blanco o negro. La cosa terminó saliendo bien. Moderadamente bien, para no exagerar.
Si la democracia tiene hoy mala salud es porque se va imponiendo en todas partes la perversa fórmula que reduce cualquier debate político a un burdo combate entre los míos y los tuyos. Si la atmósfera en la que trabajaron los ponentes de la Constitución hubiera sido esa, no habrían avanzado gran cosa. En la lucha contra cualquier dictador igual sirve ese modelo que sostiene de manera inapelable: “O estás conmigo o estás contra mí”. En una democracia, en cambio, esa pauta tiene algo de monstruoso porque lo que una democracia procura es asegurar un marco donde haya fuerzas diferentes que se disputan la hegemonía, y de paso garantizar la existencia de esas minorías que están ahí y cuyos derechos deben respetarse escrupulosamente.
El historiador Emilio Gentile escribió que “el fascismo fue el primer experimento de institucionalización de una nueva religión laica realizado en Europa desde la época de la Revolución Francesa”. Trazó una línea clara sobre quiénes eran los elegidos y quiénes los apestados. La función de la liturgia de masas, que tan bien dominaba Mussolini, “apuntaba a conquistar y modelar la conciencia moral, la mentalidad, los hábitos de la gente y hasta sus más íntimos sentimientos acerca de la vida y la muerte”, decía Gentile. Esas liturgias son las que están hoy regresando con fuerza y lo que anda persiguiendo es generar una alta tensión emocional colectiva que permita exhibir ostentosamente quiénes son los míos frente a los otros. En un clima de estas características, los siete políticos que redactaron la Constitución de 1978 hubieran naufragado.
Es esa Constitución, por cierto, la que establece en su título VII que “el Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior”. Lo que hay detrás de esta exigencia es un mandato democrático: siéntense, hablen, busquen acuerdos sobre un asunto que tiene un peso decisivo en la vida de los ciudadanos, debatan sobre ellos, muestren sus argumentos. Es cierto que el presidente, Pedro Sánchez, ha rectificado, pero hace unos días afirmó que “no iba a marear a los españoles” presentando unas cuentas que no tienen apoyos.
El Gobierno ya va tarde a la hora de cumplir sus obligaciones institucionales. Ayer se celebró la Constitución, pero demasiadas veces sus indicaciones se pasan por alto. Y es esa falta de respeto la que aprovechan los líderes mesiánicos para acudir a demoler la democracia bajo la falsa promesa de que acuden a salvarla.
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