La cultura de la queja
Entre la intelectualidad descalza corren con buena gracia los términos “fobia” y “eurocéntrico”
En el otoño de 1961, Jean Paul Sartre, entonces epítome de la filosofía mundial y recién llegado de Roma, escribía un prólogo memorable, pleno de elegante rabia. La condena a Europa bramaba y reverberaba en cada una de sus líneas. Tal es, que conviene leerlo de vez en cuando. A decir verdad, el filósofo llevaba un año también memorable. Pero volvamos al asunto: Frantz Fanon, hijo de la Martinica y la francofonía, rebelde en varios frentes, que fallecería de leucemia en Maryland dos meses después, había dejado un libro-testamento al que Sartre construiría esa puerta gigante, Los condenados de la Tierra.
Fanon es un autor de importancia para entender incluso el contexto internacional de la revuelta colonial. Psiquiatra y político, se involucró a fondo en el proceso independentista de Argelia, y su pensamiento y acción nutrieron casi todas las luchas anticoloniales tardías. Ese su libro es inteligente y colérico. Nunca se marca bastante la influencia de la lectura de Hegel en estos asuntos. Sin embargo, la “dialéctica del amo y del esclavo” es el trazo de fondo de toda una enorme línea de pensar político, que anima la comprensión del proceso de pérdida de colonias europeo. Fanon lo usa de modo magistral porque, además, lo psicologiza. Colonizar es poner y encastrar entre sí dos mentes, la una que fabula al que coloniza y la otra que indaga en la infinitud del camino a ser iguales viendo claramente su imposibilidad. La otredad fue uno de los nudos de pensamiento consolidados en cuyos hilos residen Levinas, Fromm y Camus. Y ahí sigue, porque está colocado muy alto. A veces el pensamiento se eleva para no aterrizar jamás.
A no ser... a no ser que algún tipo genial agarre bien la cuerda de la cometa. Said era uno de ellos. Fanon hablaba para tiempos de cuchillos sangrientos. Said los pilló más dulces. Cristiano inmemorial nacido en Jerusalén, salió con su familia de la ciudad en la emigración de 1948. Vivió en Estados Unidos y en sus mejores universidades. Su escrito más seguido fue Orientalismo, que no se aparta un milímetro del mecanismo explicativo de Fanon. Publicó el libro en 1978, cuando los procesos decoloniales europeos prácticamente habían concluido. No se trataba, pues, de atizarlos. Esa agua ya no mueve este molino. Ahora la lucha de conciencias se ha establecido entre Oriente y Occidente. “Oriente” es una creación de Occidente. Por eso “Oriente” trae comillas y su creador no las necesita. “Oriente” existe y es percibido bajo la capacidad que Occidente tiene de exotizar, que es grande.
Para ir deprisa recordemos la Carmen de Merimée. Durante el romanticismo, la Europa que importaba exotizó sus partes extremas: todo lo que no fuera el cogollo principal de economía y acción fue fabulado como territorios habitados por gentes extrañas, de otra pasta y con otros sentires, interesantes, pero nunca iguales, que animaban los cielos con músicas, danzas y pasiones tan imprevisibles e inexplicables como ellos mismos. Aquí nos cayó la china y hemos estado en lo de ser exóticos hasta prácticamente ayer. “Spain is different”, se dejó decir nuestro primer eslogan turístico, cuando lo único que nos diferenciaba era nuestra pobreza.
Ahora la lucha de conciencias se ha establecido entre Oriente y Occidente. “Oriente” es una creación de Occidente
De eso de ser diferentes y exóticos algo sabemos. Añado que las mujeres más. Que te exoticen, de mano, no tiene maldita la gracia. Y Said tuvo la parsimonia de contarlo. Su libro se lee hoy bien todavía, aunque los acontecimientos islamistas, que no son poca cosa, lo matizan un tantico. No es Fanon, ni mucho menos Sartre, pero es perspicaz. De él hemos heredado la palabra “eurocentrismo”. En el problema del original y sus copias lo malo siempre viene después. Que Said invente el término “eurocéntrico” no le compromete, no demasiado, con quienes lo espolvorean generosamente allá por donde planten las pezuñas. Su entendimiento de la pintura de Gérôme tiene poco que ver con el afán contemporáneo de los usuarios y usuarias de la tiza verde.
Y esto de la tiza verde me vuelve a traer a la memoria a Hegel, trasfondo de este asunto, quien escribió que no se pueden pintar buenas escenas aplicando un solo color, pongamos que rojo para las batallas y verde para las escenas históricas. La realidad y su imagen, ambas, se resienten. Se revela rápido la esencial cortedad de alguien cuando se aficiona a un único recurso y tinta con él cualquier explicación. Entre la intelectualidad descalza corren con buena gracia los términos “fobia” y “eurocéntrico”; y con la misma se imputan al universalismo todo tipo de virtualidades criminales. Queja abusiva que por mera decencia epistémica convendría ir amainando.
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