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IDEAS / CUESTIÓN DE FONDO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Habitar un mundo sin carisma

Aún no oímos el ruido del populismo genuino, solo el berrinche de un electorado con ganas de dar una patada a la mesa

Amelia Valcárcel
Retrato de Napoleón en su trono, obra de Ingres, perteneciente a la colección del Museo de la Armada de París.
Retrato de Napoleón en su trono, obra de Ingres, perteneciente a la colección del Museo de la Armada de París.

Madame de Staël no era una persona impresionable. Era apasionada, pero también observadora y reflexiva, asuntos que exigen distancia y cierta frialdad en el juicio. Apostaría que prefería impresionar a impresionarse. Sin embargo, Napoleón la fascinó. Superó su capacidad de sorpresa. Algo tenía de nuevo y terrible. Anotó que sus ojos eran “como de mármol”. Opacos. Y completó: “Su mirada no expresaba absolutamente nada”. Nada. Completa reserva y voluntad escondida.

Hace un tiempo se expusieron en el Museo del Prado unas obras asombrosas, salidas de los precisos pinceles de Ingres, alguien que creció retratando. Y resultaba más que fascinante comparar dos de sus retratos. Uno que hizo del primer cónsul Bonaparte y el otro del mismo personaje, pero esta vez en traje y apostura imperial. En uno la mirada era huidiza, el traje vistoso y el ocupante poco significativo, casi emboscado. En el otro, la apoteosis, sus ojos lucían tal cual los cuenta Staël.

Napoleón; he aquí un individuo salido de la Revolución Francesa, un producto contemporáneo donde los haya, que ha tenido, y amenaza con tener, varias réplicas. Un tipo que abandonó en Egipto a un ejército completo sin que nadie le pidiera cuentas. Que hizo sucumbir a dos generaciones de franceses que, entusiasmados por el plan, le siguieron con delirio. Uno que fue derrotado, encarcelado, enviado al exilio y huyó de sus prisiones. Regresó para volver a reinar cien días en el país que había decapitado a sus reyes. Un hombre con carisma, en una palabra.

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Todo es volátil. A veces oigo proferir, con hálito verdoso, que nuestra sociedad es vieja

Carisma. Lo solemos pensar como una realidad asociada a un individuo, pero en verdad es una relación. Funciona entre uno con otros, con muchos, con la multitud completa. Sin sociedad no existe. Es entrega incondicional, apego extasiado. Pondré de ejemplo a los perros que aprecian a fondo y siempre el carisma de sus dueños, incluso el de los que no lo tienen. Un buen can, apuesto, bien rendido, hace perfecta peana para alguien ramploncete. Es su tarjeta de presentación. Algunos lo saben. No lo intente, sin embargo, el gatófilo: los gatos no tienen carisma y no suelen apreciar el ajeno. Las mujeres tampoco lo usan.

El carisma es un asunto especialmente contemporáneo y se da máximamente en las sociedades igualitaristas. La afirmación anterior es de uno de esos antropólogos y grandes críticos de la cultura que cultivan saberes en tierra de nadie, Charles Lindholm. Hay varios y excelentes. Napoleón se produjo en la primera sociedad política que se declaró formalmente igualitaria. Y sus copias siguen siempre esa estela. En Europa producen guerras y en otros modelos inauguran dinastías. Dinastías igualitaristas, deberíamos llamarlas si no nos reventase el concepto por las costuras.

Vamos al caso del miedo al populismo. La democracia le tiene justo temor puesto que es uno de sus principales enemigos. Siempre funciona aliado con un cansancio de la política. Primero viene la desafección, luego se puede presentar el carisma. “Porque reyes siempre tenemos”, como escribiera Platón. Alguien nos gobernará. No nos fiemos de los tiempos muertos, de pasiones suaves y controlables. No está en el guion humano que duren.

Europa está ahora inmersa en uno de esos climas desafectos y asiste a tensiones centrífugas evidentes. La otra potencia, el pariente EE UU, ha elegido para gobernarla, a ella y a nosotros, sus provinciales, a un ser inimaginable. Afortunadamente y por ahora no se puede decir de él que el carisma sea su fuerte. Desde luego no sigue los pasos de Churchill. “Lo malo de asumir responsabilidades es que luego tienes que hablar siempre en serio”. La seriedad tampoco se le ajusta. Si algo anuncia, todavía está lejos. Respiremos. Aún no podemos oír el ruido del populismo genuino. Solo el berrinche de un electorado con ganas de darle una patada a la mesa. Pero no son buenos los tiempos del hastío. Anuncian males.

Lo hasta aquí conseguido ha sido enorme: dormir sin sobresaltos, comer todos los días, esperar un fin razonable y gustar de bienes sutiles que no fueron jamás imaginados para el común. Todo es volátil. A veces oigo proferir, con hálito verdoso, que nuestra sociedad es vieja. Y pienso entonces que ojalá lo fuera. La vejez es un territorio descreído y benévolo, que igual juega admirada con un niño, que es siempre el futuro, que se sonríe, escéptica, ante cualquier idea de alterarlo radicalmente. Una templada, joven y anciana, sabia, a la que engañar a fondo resulte difícil.

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