Cuidados de lujo para una periodista estresada
Este es el sueño hecho realidad de una urbanita estresada en busca de la paz perdida. La autora se introduce en el mundo de Sha, un exclusivo centro entre Benidorm y Altea donde el cuidado del cuerpo, la mente y el espíritu es la única religión. Para un triple objetivo: salud, belleza y bienestar
Da gusto ser rico. La vida es bella a bordo del pedazo de Mercedes que me recoge en la estación del Alvia y me lleva rumbo a Sha. No el sah de Persia, sino el de Alicante, aunque el difunto emperador de Irán bien podría haber sido uno de sus clientes. A este Sha lo conocía, una está en el mundo. Pero de lejos. Lo veía cada verano, encaramado en un cerro entre Benidorm y Altea. Una sucesión de terrazas blancas tan inexpugnables por su emplazamiento como prohibitivas por sus precios. También lo había visto en revistas de estilo, o en el Instagram de celebridades alojadas intramuros. La piscina infinita. Las camas balinesas. Las cabinas de belleza ultratecnológica. Salud. Bienestar. Lujo sin estridencias. El sueño del urbanita estresado en busca de la paz perdida. Por eso, cuando me propusieron ir, verlo y contarlo por su décimo aniversario, me las prometí felicísimas. Iba a conocer el paraíso en vida. Iba a exfoliarme. A dejarme mimar. A soltar lastre. Iba a venir nueva. Pobre reduccionista.
Mujer trabajadora en la mediana edad, estresadita perdida y desesperada por no poder con su vida. Soy puro público objetivo
SHA —así, con mayúsculas, insisten sus responsables— no es un hotel. No es un spa. No es una clínica. No se lo pierdan, les falta decir, como dijo The New York Times de Lola Flores. El concepto Sha —así, en minúsculas: esta asalariada se debe a su Libro de estilo— es todo eso y mucho más. “Un todo holístico”, concretan. La alimentación, el deporte, el cuidado del cuerpo, la mente y el espíritu en armonía con la naturaleza. La combinación de milenarios métodos orientales con la vanguardia médica occidental. El yin y el yang. La cuadratura del círculo del turismo de salud de lujo. Y voy a probarlo por gentileza de la casa. Mujer trabajadora en la mediana edad estresadita perdida y desesperada por no poder con su vida. Otra cosa no, pero soy puro público objetivo.
Pero estábamos en ese pedazo de Mercedes. El chófer, Mohamed, un marroquí alto, apuesto, políglota en español, inglés, árabe y algo de ruso, como muchos de los 300 profesionales que atienden a los 140 clientes de media, me va predisponiendo por el camino. Sha me va a encantar. Sha me va a sorprender. A Sha siempre se quiere volver, según “los huéspedes” a los que recoge, más que en la estación, en el aeropuerto, donde aterrizan sus vuelos en primera o sus jets privados después de cruzar uno o varios charcos. Empresarios, famosos, magnates americanos, jeques árabes, oligarcas rusos, políticos africanos. Esa gente con la que nunca te toparías en el súper, pensamos ambos, pero fingimos que todo es normalísimo. Al llegar, Ildiko, la altísima, amabilísima y poliglotísima relaciones públicas húngara, me recibe tan como si fuera una de ellos que acabo por creérmelo.
Lo primero que choca en Sha es el silencio. Y la paz. Y la armonía. Todo es blanco y negro y gris y crema. Las toallas, los albornoces, los uniformes de los eternamente sonrientes empleados, y hasta los tonos del menú frío que encuentro en mi habitación y que, después de haberme atizado un café y un dónut en el Alvia para hacer reserva, me saben pelín a hierba, dicho sea con todo el respeto a la madre naturaleza. Todo menos el postre, que, sabiendo que en Sha están vetados el azúcar, los lácteos, la harina blanca y los huevos, además de la carne y, casi, el pescado, me parece un prodigio de sabrosura. Un mundo feliz hecho a tu medida. Eso parece Sha a primera vista. Todo el mundo me llama por mi nombre y se interesa por cómo me encuentro. La primera, mi “gestora de agenda”, que me informa de que, después de que una doctora compruebe que, en efecto, estoy más estresada que Theresa May con el Brexit, empieza lo bueno. Voy a probar el programa Discovery, el menú degustación de Sha, solo que concentrando en tres días lo que se suele hacer en una semana. El estrés del curro no sé, pero el de Sha me lo voy a llevar puesto.
Una vez que te quitas tacones, refajos y afeites y te enfundas el albornoz de la casa, formas parte del paisaje. De esa guisa, me persono en mi primer tratamiento. El masaje que me propina con una manguera a presión una esteticista en un jacuzzi me lo deja clarísimo. En Sha, los empleados se mojan. Y dominan el arte del eufemismo. No tienes celulitis, sino zonas delicadas. ¿Arrugas? Quita, líneas de vida. ¿Lorzas? Nooo: acumulación de líquidos. Lo dicen personas que han visto y tocado de todo. De gloriosos cuerpos de ninfas del Este, prometidas de príncipes árabes y príncipes árabes propiamente dichos a obesos y obesas de todo color y pelaje que le cuentan sus penas en esa intimidad de piel con piel que suelta las lenguas.
Tonificada viva, acudo a la segunda consulta, la de bioanálisis celular, de los varios médicos que visitaré en Sha, y que nada más verme las ojeras me diagnostican un cansancio y un estrés de caballo, perdón, jaca. Esta, una doctora de mi quinta, me saca una gota de sangre, la mira al microscopio y me hace un retrato que ríete tú de los selfis sin filtro. Estoy en una edad delicada. Mis leucocitos andan vagos y empiezan a degradarse, pero no hay cristales ni detritus, me consuela, con ojos de estás estupenda, colega, una ha visto cosas que no creerías.
Para consolarme, voy a mi sesión de watsu. Fernando, un tipo de casi dos metros de alto y otros tantos de envergadura, me espera en una piscina a oscuras con el agua a 34 grados y música de esa de quedarte sopas, y me dice: haga el muerto y déjese llevar, señora Sánchez-Mellado. Al principio, cuesta abandonarse en sus hercúleos brazos. Luego cuesta volver en ti desde donde quiera que hayas estado esos 50 minutos. No sé cómo se sentirán los nonatos flotando en el líquido amniótico, pero debe de ser algo parecido a cuando te deslizan ingrávida por el agua y te masajean desde las almohadillas de los pies hasta los lóbulos de las orejas. Como que cuando mi derviche, perdón, Fernando, me informa de que hasta aquí hemos gozado, no sé quién soy ni cómo me llamo, ni mucho menos qué me toca hacer luego.
Mi camarero personal me informa de que puedo elegir entre el menú Biolight, de 1.500 calorías, y el Sha, de 1.800. Apuesten cuál escojo
Ir a comer, dice la chuleta (¡anatema!) que llevo en el bolsillo. Así que subo a la terraza con vistas de caerse de culo y mi camarero personal me informa de que puedo elegir entre el menú Biolight, de 1.200 calorías, o el Sha, de 1.800. Apuesten cuál escojo. Solo diré que la explosiva combinación de platos vegetales y zumos verde loro y naranja rabioso que ingiero el primer día se resolverá espectacularmente por la vía natural en el WC de mi cuarto. Dice Javier Díaz, el cocinero que obra el milagro de los no panes y los no peces y que todo esté rico, que a los tres días, los huéspedes se acostumbran, se les levanta el dolorcillo de cabeza que puede provocar el choque alimentario y empiezan a notar resultados. Vaya, justo cuando me marcho.
Para reponerme, un tratamiento bioenergético. En plata: un joven me embadurna con un emplasto de algas rollo niña del exorcista. Me envuelve en papel film. Me sumerge 20 minutos en una cama de agua a 38 grados. Me despierta. Me lleva a una especie de pasillo de lavado de coches. Se pone como a cinco metros y me quita los restos del mejunje con un manguerazo que ríete tú del “riégame” de Carmen Maura a los bomberos en La ley del deseo. Se lo digo y no le suena. La brecha generacional es una sima. A todo esto, ni idea de dónde se ha debido de quedar el tanga y el cubrepecho de papel de cocina con el que me tapaba lo que yo te diga. Pero el joven viene hacia mí con una toalla tamaño lona de circo ante sus ojos, le doy educadamente las gracias y ambos hacemos como que no hemos visto nada.
Que estoy perdiendo memoria ya lo sospechaba. Olvidos tontos. El móvil, las gafas, el bolso, la vida. Otra cosa es que te lo certifique un neuropsicólogo en la consulta de rehabilitación cognitiva. No es para preocuparse, me dice, no obstante, y me prescribe una serie de artículos que me reservo, no vaya a ser que me prejubilen. La posterior sesión de acupuntura me deja luego tan relajada que el doctor casi tiene que clavarme un rejón para que vuelva en mí y pueda llegar a mi sesión de Gestión del Estrés. La doctora, una señora que parece levitar más que andar y transmite una paz de siglos, me pone en un sillón de esos cuna, me tapa con una mantita, me da un folio y un boli y pide que cuantifique en porcentajes cuánto tiempo dedico a la familia, al trabajo, al ocio, al deporte, a los amigos, etcétera. No reproduzco los resultados porque no se trata de dar pena. Solo revelaré que me manda meditar, colorear mandalas y hacer sesiones de 10 minutos de respiraciones de abdomen al menos ocho veces al día, y que o cambio el chip o peto, yo mismita. Se lo prometo por mis hijas y salgo pitando para el gimnasio, que no llego a clase de fitness personalizada.
En efecto, no llego y, de la alegría, me voy a clase de cocina, yo, que no he cogido un wok en mi vida. Hoy va de superalimentos. Arroz integral, mijo, quinua. Esas cosas sin las que has pasado hasta ahora y sin las que no podrás vivir en adelante si quieres que el concepto Sha te cambie la vida. Laura, la chef, canta en inglés y español las instrucciones para hacer un pastel de mijo, unas bolitas de quinua y un arroz con cosas, y, oh sorpresa, me quedan presentables y, encima, comestibles, así que me voy a la cama tan contenta.
Es obvio que en Sha hay mucha pasta, no de la de trigo, sino de la otra. El dinero se siente. Como que vi a Marta Ortega y a su novio, Roberto Torretta, poniéndose a tono para su reciente boda. Pero también es cierto que sin disfraces ni artificios somos todos bastante iguales. La tristeza que se te queda después de un desayuno que empieza con una sopa de miso y acaba con un té salado no entiende de razas ni clases. Y las lágrimas que se derraman en sus consultas ni se compran ni se venden. Esto no es Lourdes. Aquí ni se cura ni se hacen milagros. Sha es una burbuja de silencio, paz, armonía y ese auténtico lujo que consiste en que todo funcione sin que nada se note. Y ese es el reto que afrontan con sus huéspedes. Que el cuerpo, la mente y el espíritu funcionen sin notarlo.
Llegada mi hora, don Alfredo —Alfredo Bataller, el fundador de Sha— y su esposa, doña Graciela, mis sumos anfitriones en persona, están esperándome para despedirme y quedar a mi disposición vitalicia. Antes me obsequian con una cesta de pícnic para que no me atice un café y un dónut en el bar del Alvia, como si me conocieran de toda la vida. De vuelta a la estación, a bordo de otro pedazo de Mercedes guiado por otro apolíneo chófer, sigo con el síndrome del Sha en el cuerpo. Pero hoy hay huelga de trenes, el Alvia va hasta la bandera, tengo que subir mi maletón al altillo y se me quitan las ínfulas de cuajo. Sobre si visité la cantina no haré comentarios. Solo diré que tres días a ritmo de Sha, Sha, Sha no son suficientes.
Paraíso mediterráneo del bienestar
— Sha es una clínica de salud y bienestar de Alicante donde trabajan 35 médicos a tiempo completo. Los especialistas desarrollan un seguimiento del huésped durante su estancia para adaptar cualquiera de los 14 programas disponibles a sus necesidades físicas y mentales.
— La oferta engloba hasta 300 tratamientos, desde terapias acuáticas o actividades de fitness hasta estudios de medicina preventiva, genética y antienvejecimiento.
— Es el único centro wellness de España que incluye un área de estimulación cognitiva con tecnología desarrollada por Harvard y la NASA.
— Se apuesta por la nutrición saludable, basada en gastronomía mediterránea y asiática, siguiendo pautas de la Harvard Medical School.
— Más de 50.000 huéspedes han pasado por Sha desde su fundación, en 2008. Entre ellos, mandatarios y personalidades de todo el mundo.
— Su fundador, Alfredo Bataller, recibió en 2013 la Medalla Honorífica al Mérito Turístico.
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