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Tribuna
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Honrar los orígenes

El poder está tan unido a la lengua colonizadora que es difícil dar a las nuevas generaciones motivo para amar sus raíces

El escritor Jorge Alejandro Vargas Prado en la presentación de su libro 'T'ikray'.
El escritor Jorge Alejandro Vargas Prado en la presentación de su libro 'T'ikray'.

El pasado abril coincidí en Montreal con el poeta peruano Jorge Alejandro Vargas Prado. De él me sorprendió no solo su capacidad para pedir en inglés una calada de marihuana a cualquier desconocido que fumara en la puerta de un bar de Laurent Street sino, sobre todo, su lectura a viva voz de un poema escrito por él mismo en otro idioma que yo no entendía, el quechua.

Sabía que Vargas Prado, radicado en Cuzco, había traducido a los poetas de la Alt Lit estadounidense a esa lengua. Lo que no sabía es que ese idioma, una cosa casi, digamos, mitológica para una millennial que nació y aún vive a este lado del charco, era una lengua hablada por alrededor de diez millones de personas. ¡Diez!

Jorge Alejandro Vargas Prado, a sus 31 años, me reconoció que aquella, en Montreal, era la primera vez que pisaba lo que tachó de “primer mundo”. Le parecía detestable que en la cafetería en la que merendábamos absolutamente todo estuviera envuelto en plástico. Le enervaba la frialdad de los habitantes de aquella ciudad, pero agradecía que en un lugar como aquel, en plena primavera, se celebrara el Bleu Metropolis, un festival literario en el que la periodista Ingrid Bejerman quiso llevar el quechua, por primera vez, como una lengua de resistencia. Como una actitud, casi, como una necesidad.

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Para el joven peruano tal necesidad respondía a un reclamo: “¡Reindigenicemos el mundo!”, gritaba en la planta sexta del hotel, con un vino blanco en la mano, y contándome qué emocionante y con cuántas lágrimas había recitado él sus poemas horas antes, junto a la poetisa Lee Maracle, que a sus casi 70 años también es una de las primeras escritoras de ascendencia indígena en publicar literatura en Canadá. Una literatura de combate, por supuesto. Una nada complaciente. Una de esas que ponía la cultura sto:lo en el sitio que merecía: en el punto de mira de la vergüenza por las masacres antaño cometidas hacia los pueblos nativos de Canadá. Desdeños que aún se contemplan en su país. “Y nos la pasamos llorando en la lectura”, dice mi amigo, porque quizá aquel encuentro literario ponía por primera vez en la misma mesa a un artista en quechua y a una activistasto:lo. “¿No es hermoso lo que está pasando? ¡Reindigenicemos el mundo!”, me dijo.

“Reindigenizar” consiste en un plan para reconciliar en un momento en que la diversidad es tachada de trampa

¿Reindigenizarlo? ¿Al mundo? A día de hoy todavía sigo pensando en qué quería decir eso y en si verdaderamente es algo que pueda realizarse. Me lo tomé como una invitación amable que a los pocos días, ya de vuelta en Barcelona, se empezó a convertir en una cierta imposición. Reindigenizar el mundo, me repetía. ¡Cómo se hace eso! Empecé a mirar datos. Descubrí algunos escabrosos: de muertes, sobre todo. De represión. De esterilización. De persecución. Y de pobreza. Mucha pobreza. Descubrí también mientras intercambiaba interminables mensajes de voz con Jorge que la suya, como otras tantas, es una lengua estigmatizada desde la propia infancia. Que honrar a los orígenes de uno está mal visto, todavía. Que el poder está tan arraigado a la lengua colonizadora que resulta muy difícil dar a las nuevas generaciones un motivo para seguir amando sus raíces. ¡La lengua colonizadora! ¡Esa es la mía!

Pero, para mi sorpresa, descubrí más tarde algunas cosas más agradables. Más esperanzadoras. Desde el mismo Perú se coló en mis auriculares la voz de Renata Flores, artista de la Generación Z y una de las propuestas musicales más revolucionarias del país. Flores hace trap en quechua y su tema Tijeras aborda con crudeza la violencia machista. Desde Canadá la firma de Cherie Dimaline se convertía en best seller por The Marrow Thieves, una historia empoderadora de las naciones indígenas que será llevada al cine por la productora de Blade Runner 2049. Desde México, la actriz mixteca Yalitza Aparicio conquistaba las pantallas con Netflix y Alfonso Cuarón, y se hacía —a pesar de las críticas racistas en redes sociales— con el título de actriz revelación de 2018 para revistas como Time o Vanity Fair. Desde Argentina llegaba a la editorial Marisma la voz de la poeta mapuche Liliana Ancalao. Desde Estados Unidos, Forrest Goodluck también conquistaba la gran pantalla con The Miseducation Cameron Post. Y desde Naciones Unidas se proponía que 2019 fuera el Año Internacional de las Lenguas Indígenas como “un plan de reconciliación”.

Así que eso era “reindigenizar”: un plan para reconciliar en un momento en que la diversidad es tachada de trampa, o en el que exigir la desaparición de símbolos colonizadores nos convierte directamente en seres que no sienten “respeto por la historia”, o incluso en el que se desdeña la lucha identitaria para culparla por generadora de fascismos. Esos mismos fascismos que durante siglos han machacado a las voces diferentes, sin respetar su historia, sin entender la necesidad de lo diverso.

“¿Y yo puedo reindigenizarme, Jorge?”.

“Pues claro, Lunita, tú, y todos”. Así que era eso: una manera transversal de luchar y compartir.

Luna Miguel es escritora.

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