Y luego viene Trump
Es necesario un equilibrio entre el miedo al cambio y la apertura ante este. Y hay un péndulo que viaja entre los dos
La afilada pluma de Theodore Dalrymple puso de manifiesto hace un par de años cómo en la victoria electoral de Donald Trump había jugado a su favor el sentimiento de menosprecio (ético y estético) que el stablishment demócrata e intelectual en general había manifestado hacia la parte de la ciudadanía dotada de opiniones toscamente conservadoras o rurales. Clinton los predefinió como “el cesto de los deplorables”, es decir, “los racistas, sexistas, homófobos, xenófobos, islamófobos” y todo lo que quiera añadir el lector políticamente correcto. Porque, y ese fue el gran error de los progresistas, consideraron que quienes tenían opiniones erróneas sobre la inmigración, el matrimonio homosexual, o las razas, no solo estaban equivocados, sino que eran personas moralmente malas, eran inferiores vistos desde una ética esclarecida. Un sentimiento de menosprecio que un porcentaje importante de electores percibió y contra el cual reaccionó aupando a alguien como Trump, alguien que se aprovechó del desprecio del cultivado al simple.
Otros artículos del autor
Viene a cuento esta introducción porque parece que en nuestro país, y en Europa en general, estamos incurriendo en el mismo error que propició el desastre americano. Es decir, tratar a quienes se manifiestan nacionalistas españoles como rancios apestados por un facherío congénito. Considerar la reacción antiinmigración como una cuestión de falta de moralidad. Y las inclinaciones sexualmente conservadoras como seguro índice de pecaminoso patriarcalismo o machismo. Al final, convertir el desacuerdo político en una cuestión moral en la que los progresistas encarnamos una verdad esclarecida y los que no lo ven así son tildados de ultraderechistas, cajón de sastre para los más variados especímenes políticos.
Pero hace ya tiempo que el concepto de ultraderecha dejó de tener el contenido que tuvo en el pasado europeo. Del fascismo, que entre nosotros tuvo escasísimo desarrollo, nada queda. Esos tildados de ultraderechistas de hoy aceptan sin problema las instituciones de la democracia liberal en sus líneas esenciales, no son totalitarios porque ni siquiera saben qué es eso, y sus lemas se refieren a temas concretos y por sí mismos debatibles dentro de una democracia. El debate que se niega cuando se les descalifica como “fachas”, un término que funciona como puro emotivismo moral, como lo sería el de exclamar al verles: “¡Caca!”
Reclamar una España centralista y sin autonomías territoriales es contrario a la Constitución, cómo no, pero no lo es más que reclamar la disolución del Estado en varios nuevos Estados independientes o confederados. Mientras admitamos que esta segunda sea una pretensión legítima de cambio del marco constitucional (Tribunal Constitucional dixit), no se ve por qué debería excluirse la simétricamente opuesta del debate público. A no ser que… caigamos en la asimetría moral de los progresistas bobalicones: estirar el marco para un lado es siempre bueno y conveniente; hacia el otro, no.
En nuestro país, y en Europa en general, estamos incurriendo en el mismo error que propició el desastre americano
Reaccionar con desprecio ante cualquier manifestación de nacionalismo panespañol como algo rancio, cutre e irremisiblemente contaminado hasta el final de los siglos por el franquismo nacional católico no solo es simplón (incluso en el reino de la simpleza que vivimos), sino que es injusto para quienes se sienten españoles y se ven tratados como apestados, mientras los nacionalismos periféricos son valorados como legítima expresión de identidades admirables y perfectas desde la noche de los tiempos. A pesar de que alguno tiene en su historial una bonita carnicería, y sigue aplaudiendo a los carniceros. El ciudadano español termina por sufrir, como los calificó Helena Béjar, de una privación relativa y un sentimiento de dejación. Y reacciona.
El miedo receloso ante la inmigración, sobre todo cuando los medios se empeñan en mostrarla como una invasión imparable, es normal en todo grupo humano. La reacción xenófoba es tan “natural” como el altruismo y el cosmopolitismo. Es la insociable forma de ser sociable que tiene el ser humano, que diría Kant. Con ella hay que contar, para superarla a base de educación y demostración. Justo lo contrario del desprecio y el menosprecio desde posiciones de superioridad moral. Porque sucede, además, que los más afectados por el miedo al otro distinto son los menos favorecidos por la fortuna de una buena posición social e intelectual. Por eso tienen miedo ellos.
Si el ser humano no hubiera estado abierto al cambio, la humanidad no hubiera salido de las cavernas. Pero si no hubiera en su condición una aversión atávica al riesgo hubiera vuelto a ellas hace tiempo. Ese péndulo existe, y lo inteligente es saber tratarlo con argumentos y ejemplos. No despreciarlo como algo maligno. Primero porque es darle demasiada trascendencia. Y segundo porque se rebota. Y luego… viene Trump.
José María Ruiz Soroa es abogado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.