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Tribuna
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Un trato paradójico

Lo que se plantea es que el Govern pueda ejecutar sin reservas una política de cohesión identitaria

El presidente de la Generalitat, Quim Torra y el vicepresidente del Govern y conseller de Economía, Pere Aragonès (izquierda), durante la reunión semanal del Govern este miércoles.
El presidente de la Generalitat, Quim Torra y el vicepresidente del Govern y conseller de Economía, Pere Aragonès (izquierda), durante la reunión semanal del Govern este miércoles.Toni Albir (EFE)

 El politólogo Angelo Panebianco señalaba hace ya tiempo que por debajo de los arreglos de tipo federal que se han practicado en algunos países subyace una especie de trato apócrifo entre las élites políticas centrales y regionales: yo reconozco tu soberanía a cambio de que tú me entregues el poder omnímodo para controlar a mi población. Un pacto que no se distingue mucho del que existió, en el sistema de gobierno indirecto de las monarquías europeas, entre la corte y los poderes territoriales, según lo cuenta Charles Tilly. Lo que pasa es que en el pasado la homogeneidad cultural de las poblaciones concernidas era un hecho bruto ya dado que a nadie preocupaba, mientras que en la actualidad es un difícil objetivo a conseguir. Son tiempos de nacionalismo. El control que deseaban los poderes territoriales medievales era un poder de explotación de rentas y fiscal, el que desean los de ahora es (además) un poder ideológico para (re)crear sociedades homogéneas allí donde existen unas complejas, mestizas y plurales.

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La institucionalidad realmente operante desde 1978, dijera lo que dijera la letra constitucional, obedeció en gran manera a este tipo de acuerdo, de manera que lo que ahora se plantea como solución a la crisis catalana no es sino llevarlo al extremo: entregar a Cataluña las competencias exclusivas y blindadas en materia lingüística, cultural y de enseñanza, de manera que su gobierno pueda llevar a cabo sin restricción alguna una política de cohesión identitaria de la sociedad, reformando en lo necesario a las personas que la componen para que se amolden al tipo nacional catalán predefinido por ese mismo gobierno. Un pacto profundamente antiliberal por cuanto entrega personas concretas de carne y hueso (los únicos sujetos morales relevantes) a cambio de relaciones de superioridad o lealtad entre entes ficticios meramente instrumentales. Las naciones son para las personas, no las personas para las naciones.

El profesor José Luis Villacañas exponía desde la teoría republicanista hace ya meses, de manera franca y desacomplejada, la necesidad de este concreto pacto para superar la crisis: “Cataluña alberga dos pueblos no suficientemente fusionados… Cataluña tiene derecho a disponer de instituciones que sean capaces de garantizar que esas dos poblaciones… se socialicen sobre la base de la cultura catalana. Y necesita garantías del Estado de que no va a imponerse una representación pública que amenace en su tierra a los que se sienten ante todo catalanes. A cambio, un compromiso de lealtad al Estado”. (El Mundo 19-10-2017).

Entregar el control de la construcción identitaria a las instituciones solo garantiza mayor apoyo social a la reclamación de secesión

Nuestros gobernantes en Madrid no lo dicen así de claro, pero la idea subyacente a cualquier profundización del arreglo constitucional es esa y no otra. Dicha eso sí con esos conceptos sonajero de cohesión y no segregación (subrogados a los franquistas hoy indecibles de unidad y homogeneidad), de lo que se trata es de garantizar que las políticas de nacionalización cultural puedan llevarse a cabo sin traba alguna. De reparto podrá discutirse en el tema de los dineros, pero en el de las personas no, esas todas para ti.

Es paradójico señalar que este tipo de arreglos transaccionales, aparte de su ilegitimidad moral, resulta que no tienen a la larga sino efectos deletéreos para con la misma estabilidad política que se supone deberían producir. Por un lado, porque desaniman precisamente a quienes son al final los sostenedores de la legitimidad del Estado, las masas poblacionales que en Cataluña se sienten también españolas y que se ven tratadas como moneda por su propio paladín; visto lo visto, parece que lo más razonable para un catalán es volverse nacionalista, su resistencia a la culturación exclusivista no le produce sino inconvenientes. Así se desorienta y desincentiva a esos cuya aparición en la calle se celebraba pocos meses ha.

Pero, además, entregar el control de la construcción identitaria de las personas a las instituciones de obediencia “solo catalana” lo único que garantiza a medio plazo es que la reclamación de secesión encuentre pronto mayor base social de apoyo, precisamente lo que le ha faltado en la intentona que ahora agoniza. Si no se hizo suficiente país como para triunfar en los cuarenta años pasados… se hará más con los instrumentos que el Estado nos entrega en su visión cortoplacista. La supuesta solución se revela al final como una ominosa predicción de que el futuro volverá a las andadas.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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