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El día que me reclutó una mara

En las pandillas de Centroamérica es más fácil entrar que salir. Esta es la historia de cómo una adolescente guatemalteca fue captada por una de ellas

Almudena (nombre ficticio), cerca del refugio para adolescentes donde pasó los primeros meses después de que una mara tratase de captarla.
Almudena (nombre ficticio), cerca del refugio para adolescentes donde pasó los primeros meses después de que una mara tratase de captarla.PABLO LINDE
Pablo Linde

Almudena salió un sábado por la mañana de su casa sin saber muy bien a dónde iría ni de qué viviría. Tenía 15 años. Era un gesto de rebeldía adolescente alentado por Claudia, una amiga del instituto que se decía harta de que su madre la ignorase, presa del alcohol y las drogas. Cuatro días después, ambas yacían en el suelo de un barrio marginal de la Ciudad de Guatemala (*) con un tiro en la cara: una muerta y la otra malherida. Lo que ocurrió entre ambas escenas puede servir como un resumen de cómo las maras, las pandillas de la capital del tercer país menos desarrollado de Latinoamérica, captan a sus víctimas.

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El balazo en la boca destrozó sus dientes y le dejó algunas secuelas que hoy, medio año después de que sucediera todo, se perciben sutilmente en su cara. Pero muy probablemente le libró de una vida dedicada a la extorsión, o de terminar muerta sin siquiera acabar la adolescencia, como le ocurrió a Claudia, la amiga con la que se fugó de casa. “Dios sabe qué habría sido de mí si hubiera seguido con esa gente”, susurra entre lágrimas.

Una vez que se entra, es muy complicado salir. Como refleja el estudio La nueva cara de las pandillas, que se centra en El Salvador pero también aborda el problema en Guatemala y Honduras, “tener el deseo de dejarla no es suficiente”. En una encuesta con más de un millar de miembros, la mayoría asegura que recibió amenazas cuando decidió abandonarla. Según este documento, en Guatemala las dos principales maras sumaban en el año 2012 unos 22.000 integrantes: 5.000 en la Salvatrucha y 17.000 en la Calle 18. Aunque hay otras menores, estas dos acaparan al 95% de los mareros.

Almudena no sabe explicar cuál la intentó reclutar. Ni tampoco qué le llevó exactamente a escapar de casa. Hoy no puede arrepentirse más. “Si tuviera que dar un consejo para no caer en esto, diría a los jóvenes que hagan caso a sus padres, al final siempre llevan razón”.

Había conocido hacía alrededor de un año a Claudia en el colegio. Aunque al principio no simpatizaban demasiado, acabaron siendo íntimas. Lo hacían todo juntas, salían, entraban y andaban “molestando [bromeando] todo el rato”. Cuando le contó que quería fugarse de casa, decidió acompañarla en la aventura. La primera noche la pasaron en un motel que les costó 100 quetzales (unos 11 euros) que les prestó otro amigo. Al día siguiente se fueron a un mercado a buscar trabajo “de lo que fuera” para poder subsistir.

“Una chavita algo mayor que nosotras, de unos 16 años, se nos acercó y nos dijo que ella nos podía proporcionar un empleo limpiando casas”, relata. Sin pensarlo mucho, se fueron con ella a pasar la noche a la vivienda donde las llevó. Hoy recuerda una conversación que escuchó de soslayo y a la que entonces no le concedió importancia. “Ya la tenemos”, le decía la chavita a alguien por teléfono.

Agripina Solís, trabajadora social del refugio La Alianza, donde Almudena comenzó a rehacer su vida tras el disparo, explica que las maras usan lo que llaman “banderas”, chavales que están en la calle, los mercados, atentos allí dónde pueden encontrar a otros jóvenes vulnerables. Una vez que los localizan, los siguen y les espían para más tarde hacer el acercamiento y captarlos.

En Guatemala las dos principales maras sumaban en el año 2012 unos 22.000 integrantes y un negocio de 53 millones de euros

Cuando estaban en la casa donde les llevó la chavita, les dijo que el trabajo que tenía para ellas no era de limpieza, sino de extorsión. Es a lo que se dedican estos grupos organizados, tanto en Guatemala como en Honduras y El Salvador, donde cada año sacan 53, 175 y 340 millones de euros respectivamente, según datos de la Fuerza Nacional Antiextorsión (FNA) de Honduras publicados por el diario Criterio.

Manuel, que tiene un taller mecánico en un barrio de Ciudad de Guatemala, está acostumbrado a pagar la extorsión. Cada semana, unos adolescentes “con pistola en la cintura” pasan a recaudar 350 quetzales (unos 40 euros). Durante el mes de Navidad, la tasa se duplica. “Ellos no lo llaman extorsión, sino seguridad o renta. Además de esta, de vez en cuando pasan a pedirte dinero para sus chelas [cervezas] y, claro, también se lo tienes que dar”, relata. Conforme crece el negocio, crece el impuesto. Manuel asegura que no amplia su taller porque no se lo podría permitir.

Quizás Almudena, de apariencia menuda y frágil, habría acabado con un arma en la cintura pidiendo dinero a los pequeños empresarios de un barrio. Antes de eso, su primer trabajo sería probablemente dar algún recado o transportar mercancía. Son las primeras tareas para que las pandillas vayan cogiendo confianza en ellas. “Después de eso seguramente pasan a ser banderas, que es casi seguro lo que estaría haciendo Almudena ahora si no hubiera sido por el tiroteo”, cuenta Solís.

Pero antes de ese primer trabajo, la reclutadora le dijo a su amiga que fuera con ella y que Almudena las esperase en la casa. “Yo no quería quedarme sola ni dejar sola a Claudia, la chavita insistía en que me quedara, pero yo me empeñé en ir con ellas, aunque no nos dijeron de qué se trataba. Nos llevaron en un carro y nos dejaron en una calle. Allí aparecieron unos chicos que sacaron pistolas y nos pidieron los celulares. Se los dimos, pero comenzaron a disparar”, relata.

Quizás Almudena, de apariencia menuda y frágil, habría acabado con un arma en la cintura pidiendo dinero a los pequeños empresarios de un barrio

Ella quedó tendida en el suelo y de soslayo veía a su amiga, que estaba muerta. La chavita, antes de salir corriendo de la escena del crimen, le dijo: “Esto no era para ti”. Hoy la justicia tiene detenida a esta chica y está investigando el caso. La trabajadora social sospecha que, realmente, la amiga de Almudena ya había comenzado a trabajar con la mara, que tenía como misión reclutarla y que algo hizo mal para que la citasen para asesinarla. La frase de la chavita, asegura, denota que había un asunto que resolver que no tenía nada que ver con Almudena, pero se empeñó en ir y fue una víctima colateral.

Tras unos meses en La Alianza, que cuenta con el apoyo de Unicef —organización que hizo posible la logística para este reportaje—, hoy Almudena vive con sus tíos. No puede regresar a casa con su madre por seguridad: es casi seguro que la pandilla sepa dónde vivía, así que lleva tres meses con ellos hasta que las cosas se resuelvan. El refugio le aporta ayuda psicológica y colabora con la reconstrucción dental. Sus mentoras aseguran que el progreso de Almudena es espectacular, pero tiene un camino duro por delante: al que ya tendría de por sí en un hogar pobre de Ciudad de Guatemala, se suma que ni siquiera puede vivir con su madre.

Ella, probablemente nunca podrá olvidar lo ocurrido, ni a Claudia. Pero mira hacia adelante. Procedente de una familia de extrema pobreza, está estudiando inglés para ser secretaria bilingüe y labrarse ese futuro que estuvieron a punto de arrebatarle.

(*) Los nombres y los emplazamientos concretos no se mencionan o están alterados para no comprometer la seguridad de la víctima.

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Sobre la firma

Pablo Linde
Escribe en EL PAÍS desde 2007 y está especializado en temas sanitarios y de salud. Ha cubierto la pandemia del coronavirus, escrito dos libros y ganado algunos premios en su área. Antes se dedicó varios años al periodismo local en Andalucía.

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