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¿Por qué vamos al zoo?

Martin Meissner Associated press

LOS ZOOS SON esos lugares que uno adora en la infancia, detesta en la adolescencia —cuando empieza a ser consciente de lo que supone para los animales— y a los que a menudo regresa cuando tiene hijos o sobrinos o ahijados, si es que los tiene, y más aún si es con los nietos. Las excursiones al zoo son, en ese sentido, circulares, lo mismo que la vida. Y para muchos supone la única forma de enfrentarse a una bestia como esta: un oso polar llamado Bill cuyas fauces divierten a los pequeños porque se saben seguros al otro lado del cristal en este zoo de Gelsenkirchen (Alemania). Bill fue padre hace un año. Desde entonces ha sido separado de su osezno y de la madre, para evitar que se coma a la cría. 

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