Los últimos cavernícolas de China
En las remotas montañas de Guizhou, una veintena de familias se resiste al intento del Gobierno para que abandonen la cueva en la que llevan viviendo casi un siglo. Son reflejo de las grandes desigualdades del país
Luo Yaomei nació en una cueva hace 75 años. Hoy, continúa viviendo en ella. Junto a su nieta de 12 años, Luo compone una de las 18 familias que se niegan a abandonar la última caverna habitada de China: Zhongdong. Y es, también, fiel reflejo de la composición social y de las grandes desigualdades que el proceso de desarrollo ha propiciado en la segunda potencia mundial. Campesina y miembro de la minoría étnica miao, Luo continúa trabajando a pesar de los achaques propios de su avanzada edad, porque los 150 yuanes (19 euros) de la pensión que recibe —más 100 yuanes (12,5 euros) que le corresponden a su nieta— no son suficientes para que las dos subsistan.
“La mujer de mi hijo los abandonó a él y a mi nieta cuando la pequeña tenía cuatro años. Ahora, él trabaja en el pueblo, pero apenas gana dinero para sobrevivir. Así que soy yo la que lleva cuidando de la niña desde hace seis años”, cuenta en el interior de su casa, una construcción de madera y bambú en la que el objeto más valioso es la vieja televisión que ameniza noches estrelladas. “No es fácil vivir aquí porque está muy lejos de cualquier centro urbano, pero tampoco quiero que nos obliguen a abandonar la cueva porque no sabría adaptarme a otro lugar. Aquí los únicos cambios que hemos vivido desde que nací han sido la llegada de la electricidad y la canalización del agua”, explica. “Aun así, solo unos pocos tenemos luz y la mayoría saca el agua del pozo”, apostilla.
Ubicada a unos 2.000 metros de altitud en una remota zona kárstica del sur de la depauperada provincia de Guizhou, la cueva Zhongdong es un lugar al que no resulta fácil llegar: desde la capital de la provincia, Guiyang, son tres horas y media de autobús hasta Ziyun, una hora de coche hasta el último punto al que se puede acceder por carretera, y entre una hora y hora y media de caminata por montañas frondosas. “Ahora por lo menos hay un camino”, apunta Luo con una sonrisa.
Además de estar notablemente alejada, Zhongdong también es muy peculiar. Con una profundidad de 230 metros, una anchura de casi 100 y más de 50 de metros de altura, en su interior la cueva acoge un pequeño poblado que otorga al lugar un aspecto tan espectacular como distópico. A eso último contribuye que al fondo haya una escuela inacabada y sin tejado. La que podría haberse erigido como la construcción más sólida de Zhongdong es ahora un esqueleto que acoge a algún sin techo. Y lo más extraño es que nadie sabe por qué nunca se concluyeron los trabajos. Cada vecino da una versión diferente.
Lo que sí está claro es que se trata de una de las muchas promesas incumplidas que han lastrado el desarrollo del lugar. Lo mismo que el teleférico que tenía que conectar la cueva con la carretera, y que ahora no es más que una sucesión de torres roñosas que acaban en un descampado lleno de pequeñas cabinas de cristal que nunca cumplirán su cometido. “El Gobierno nos prometió que el teleférico traería turistas y que eso nos permitiría salir adelante, pero, al final, cambiaron los planes y, aunque todo estaba casi listo, el proyecto se abandonó con el despilfarro que eso ha conllevado”, cuenta Wang Qiguo, uno de los residentes.
Ahora, la estrategia del Gobierno pasa por expropiar a los vecinos y lograr que abandonen la cueva. Las autoridades ofrecen un apartamento en la ciudad, pero, como apunta Wang, “sin dinero y sin formación, allí el futuro será todavía más negro”. En Zhongdong, los residentes por lo menos pueden cultivar maíz y verduras, y subsistir gracias a la agricultura y la ganadería. No son los campos más fértiles y el pronunciado desnivel de las laderas dificulta explotarlos, pero suponen una opción más realista que tratar de salir adelante sobre el asfalto. Quienes estaban dispuestos a mudarse ya se fueron, y ninguno de los cien habitantes actuales tiene intención de hacerlo.
Los políticos aparecen por la cueva de vez en cuando. Conscientes de la mala imagen que proyecta, presionan para que los residentes se marchen. En un intento por evitar que reciban visitantes, en la carretera incluso se han instalado carteles en los que se afirma que la cueva está cerrada. Y uno de los enlaces del Gobierno, Liu Chizhong, criticó en declaraciones al diario South China Morning Post la excesiva dependencia de las ayudas de los habitantes de Zhongdong. Dijo que incluso la ropa que visten ha sido donada por el Gobierno, y aseguró que es difícil negociar con ellos porque son analfabetos. También apuntó que podrían terminar siendo expulsados a la fuerza, algo habitual en China.
En la cueva, sin embargo, esas afirmaciones duelen. “Si tenemos electricidad es porque un turista americano vino aquí en 2003 y pagó para que se instalase”, replica Wang. “El primer año, además, repartió 800 yuanes (100 euros) a cada familia. Regresó un año después y, aunque ya tenía unos 70 años, pagó a cuatro maestros para que pudiesen dar clase en Zhongdong a niños que tenían que recorrer varios kilómetros por la montaña para ir a la escuela. Desde que su ayuda cesó, la escolarización ha vuelto a ser un problema para los niños”, añade.
Si tenemos electricidad es porque un turista americano vino aquí en 2003 y pagó para que se instalase Wang Qiguo, residente
El único habitante que realmente depende de las ayudas es Luo Huaqing, que se pasa el día viendo la vida pasar desde un taburete. Eso sí, no lo hace por gusto. Nacido hace 70 años en el interior de la cueva, sufrió un accidente de pequeño que le dejó secuelas irreparables. Incluso caminar le provoca dolor. Así que tiene que sobrevivir con el subsidio de 700 yuanes (87,5 euros) que le da el Gobierno. “Al año”, subraya. Lógicamente, con esa cifra lo único a lo que puede aspirar es a vivir de la caridad de los vecinos, que le proveen alimentos y algo de dinero extra. “El Gobierno me dijo que me concedería una de las casas nuevas, pero la ayuda que me dan apenas cubriría los gastos de agua y de luz”, apostilla. En Zhongdong vive, como muchos otros, sin electricidad.
“Los políticos están un rato, estrechan manos, y se van”, comenta Wang Xiangmei, una mujer de 50 años que se mudó a Zhongdong cuando contrajo matrimonio, hace 20 años. Como sucede con la mayoría de los residentes, sus ingresos no alcanzan los 3.300 yuanes (412 euros) anuales en los que China ha establecido el umbral de la pobreza. Pero en Zhongdong todavía funciona el trueque, y el dinero apenas se utiliza para pagar algunas facturas, para adquirir bienes que no se pueden fabricar en los alrededores, y para comprar arroz.
Wang también recibe algo de dinero de su hijo, que trabaja en alguna ciudad de la provincia manufacturera suroriental de Guangdong. Ella ni siquiera sabe en cuál. “Casi todos los jóvenes se han marchado a trabajar. Nos mandan lo que pueden y con eso nos ayudan a subsistir. Por eso, aquí solo quedamos niños y viejos”, cuenta Wang.
La despoblación del campo es una constante en todo el país, y tiene consecuencias dramáticas: como sucede en Zhongdong, unos 61 millones de niños se ven obligados a vivir sin sus padres —nueve millones de ellos, solos— porque han tenido que mudarse a la ciudad para trabajar y el sistema social que restringe las migraciones internas les niega acceso a educación o sanidad.
No obstante, el propio Gobierno alienta la mayor transformación del medio rural en China: su plan para erradicar la pobreza en 2020 —lo que requerirá mejorar considerablemente las condiciones de vida de los 30 millones de personas que todavía no alcanzan el listón de los 3.300 yuanes— incluye la reubicación en ciudades de millones de agricultores de zonas rurales como Zhongdong. 8,3 millones aceptaron mudarse entre 2012 y 2017, pero no hay datos sobre sus tasas de éxito.
El Gobierno ofrece a los residentes un apartamento en la ciudad, pero, sin dinero y sin formación el futuro sería todavía más negro
“La mayoría tendrá dificultades para adaptarse”, avanza Wang Qiguo. Sabe de qué habla, porque él es el único en Zhongdong que ha recorrido el camino inverso. “En 1991, con 17 años y cuando la reforma económica estaba en pleno apogeo, decidí que quería ir a trabajar en una zona industrial. Pero mis padres, que no habían recibido ninguna educación, se negaban. Así que esperé a que mi padre vendiese un cerdo, por el que le pagaron 300 yuanes, y le robé 200 yuanes y 20 huevos para marcharme a Guangzhou —capital de la provincia de Guangdong—. Fue la primera vez que viajé en tren”, recuerda.
Wang trabajó de todo: en la construcción, en fábricas de muebles, y en el sector servicios. “No hice mucho dinero, pero el suficiente para comprarle una vaca a mi padre y resarcirle así del enfado que tenía”, cuenta entre risas mientras su familia se sienta a cenar. Después de su experiencia en Guangdong, viajó a la provincia costera de Zhejiang, conocida por sus textiles y calzado. “Cuando cumplí los 20, mi padre quiso casarme con una mujer a la que había elegido él. Regresé a Zhongdong para reunirme con ella, pero, como siempre he creído en el amor, le pedí que rechazase el compromiso y regresé a Guangzhou”.
Allí conoció a la que hoy es su mujer. Tras contraer matrimonio, unos años después, Wang comenzó a sufrir ataques de ansiedad. “A mi alrededor veía cómo la economía de China crecía gracias a jóvenes emprendedores y a quienes comenzaban a trabajar en fábricas. Pero yo no tenía estudios, no sé hacer negocios ni tengo grandes ambiciones, y en las manufacturas solo quieren a chavales. Para ellos, yo era ya demasiado mayor. Poco a poco, fui sintiendo que me quedaba atrás y que ese no era mi mundo”, relata Wang.
Así que su mujer y él decidieron regresar a Zhongdong. Pero no lo hicieron con el rabo entre las piernas, sino con la intención de cambiar sus vidas y de tratar de revitalizar la cueva. Rechazaron una de las viviendas que el Gobierno construyó en 2008 para alojar a los residentes. “La cueva nos protege de los elementos y hace que la temperatura se mantenga más o menos estable: es fresca durante el verano, y cálida en invierno. Las casas que han construido, sin embargo, son un horno cuando hace calor y un frigorífico cuando cae la temperatura. Eso obliga a gastar mucho más en electricidad para vivir en ellas. Además, las fuertes lluvias las anegan y las pudren”, justifica Wang.
Así que, en previsión de que la zona se desarrollase gracias al atractivo del adyacente parque natural del río Getu, en el edificio de dos pisos que habita la familia —ahora tienen dos hijos— abrieron un pequeño hospedaje con tres habitaciones. Desafortunadamente, la zona ha caído en el olvido y el parque se ha desentendido de ellos después de varios casos de corrupción que han obligado a cancelar la concesión de explotación. Aun así, Wang ingresa unos 7.000 yuanes (875 euros) al año con su negocio, una cifra que lo convierte en el habitante más adinerado de Zhongdong.
En realidad, la cueva no se ocupó con la intención de convertirla en un refugio permanente. Sus primeros habitantes escapaban de los bandidos que hacían estragos en la zona durante la década de 1930, cuando todavía no se había proclamado la República Popular. “Al principio, cuando el partido Kuomintang estaba en el Gobierno, mis bisabuelos se refugiaron en una cueva más pequeña algo más abajo llamada Xiadong. Tras la 'liberación' [como se conoce a la victoria de las fuerzas comunistas en la guerra civil] se mudaron a Zhongdong y comenzaron a construir casas permanentes”, cuenta Wang. “Ahora, lo único que pedimos es que construyan una carretera”, añade.
La vida en la cueva es sencilla. Pero muy dura. Sobre todo para las mujeres. Los gallos son el despertador de los habitantes, que se levantan antes de que salga el sol. Ellas preparan el desayuno, cuidan de los hijos y de los animales, y labran la tierra. Ellos ayudan, pero tienen mucho más tiempo para fumar tranquilamente, conversar con los amigos, y beber licor de arroz por la noche, mientras los niños ven la televisión y las mujeres friegan. Son escenas propias de la China de hace medio siglo, pero que siguen vigentes hoy en las sombras que su deslumbrante milagro económico no logra iluminar.
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