La decepción de octubre
El independentismo no se dio cuenta de que estaba socavando la legitimidad de las propias instituciones que decía defender
Hace un año, el independentismo casi paró a Cataluña entera, echándose a sus espaldas a lo que por primera vez parecía una mayoría transversal. Aquella movilización se apoyó en el error del Gobierno central durante el 1-O. Un error que dibujó una ventana de oportunidad para aquellos que, de manera razonablemente estratégica, aspiraban a ampliar la base social del secesionismo.
Hoy, sin embargo, el independentismo está más desorientado y fragmentado que nunca. Los sucesos de la noche del pasado lunes fueron retratados por el Govern como hechos aislados. Puigdemont y los suyos se empeñan en intentar dirigir la presión sobre el constitucionalismo. Buscan culpas en “las acciones de Madrid”, sugieren incluso infiltraciones. Pero ni se quitan de encima a sus radicales, ni pueden sacudirse la impresión de que han perdido todo el capital que pudieron ganar entre el 1 y el 3 de octubre de 2017.
Entonces, durante unos días, el espejismo funcionó. El retrato que pintaron de un Estado parcial que atacaba al autogobierno de los catalanes fue su base, pero también se estaban tendiendo una trampa a sí mismos. En ese tiempo, el independentismo no se dio cuenta de que estaba socavando la legitimidad de las propias instituciones que decía defender: al prometer que estas se plegarían al clamor de las calles, preparaban el terreno para que, quien así lo considerase, se volviese contra las instituciones si consideraba que se desviaban del recto camino a la victoria. Así acabaron algunos asaltando el Parlament hace unas horas, mientras otros asistían preocupados al espectáculo, apresurándose en la condena al día siguiente. Se ampliaba así la brecha interna que proviene de una contradicción que alberga el movimiento desde su nacimiento.
Esta es la paradoja fundamental del proyecto secesionista: para mantener la base que le ha llevado a donde está debe llevar adelante acciones que hacen imposible su ampliación. Como la verdad en el poema de Ethan Hawke en El club de los poetas muertos, sus líderes han acabado por convertir al independentismo en una manta que siempre deja los pies fríos a los votantes: si estiran hacia el diálogo, se sienten destapados los que exigen (porque tal cosa les fue prometida) una república mediante un proceso unilateral. Si cubren a estos, aquellos que podrían interesarse por un proyecto pragmático se desentienden. A inicios del octubre pasado tal vez se encontraron todos. Pero duró poco: solo hubo que esperar hasta un poco más tarde ese mismo mes, con la declaración unilateral de independencia que no fue. Puigdemont tiraba hacia un lado, y otros se quedaban a la intemperie. Hoy el lado desamparado es el contrario, pero el resultado es el mismo: este octubre, igual que el anterior, el movimiento sigue incrementando su capacidad de decepcionar a sus propios miembros.
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