Orgulloso de ser un hombre blanco
Puede parecer que esta historia incumbe solo a un mundo separado por un océano. Pero esa reacción defensiva ya ha calado entre nosotros
Qué difícil adaptarse a estos tiempos en que las malas artes se han legitimado. Me recuerdo a mí misma, hace apenas tres años, comentando los primeros pasos de la campaña de Trump. Pensaba que cada vez que escupía alguna barbaridad racista en los mítines, o se desvelaba algo más sobre su proverbial desprecio a las mujeres, los votantes que aún conservaran un atisbo de humanidad le darían de lado. Cuando ganó creía que lo habían votado a pesar de esa basura, obviándola porque les engatusaba con su retórica del éxito y la patria. Y era justo lo contrario. Si le votaron fue en gran parte por ese discurso abyecto. Es así como hay que empezar a comprender esta época que lleva macerándose algunas décadas. En virtud de la retórica misógina, homófoba y racista se ha hecho un hueco entre las clases medias Bolsonaro en Brasil. Y así ocurre con Orbán o Kazinsky. Cada uno de ellos presta su voz al sector de la población proclive al resentimiento.
Conmovía escuchar el testimonio de Christine Blasey Ford en el Senado americano sobre la agresión que sufrió a manos del probable futuro miembro del Tribunal Supremo, Brett Kavanaugh, en sus años de estudiante. Contemplamos la declaración de una mujer valiente, que decía no guiarse por la venganza sino por su deber como ciudadana, prestando su traumática experiencia para impedir que la máxima institución de su país se entregue absolutamente al poder reaccionario. Esa conmoción que muchos sentimos por un relato entrecortado por sollozos, a otros les provocó el efecto contrario: ¿por qué ha de pagar un hombre por un episodio ocurrido en su primera juventud? ¿cómo llamar violación a un forcejeo que tiene lugar entre miembros de la misma fiesta?
Pues bien, son precisamente las acusaciones de índole sexual las que en principio han llevado a sus pares a cerrar filas en torno a él con furia; desean demostrar que hasta aquí han llegado con semejantes nimiedades. Al fin y al cabo, es probable que la historia de muchos de los hombres de esa generación, criada al calor de las fraternidades de niños pijos, instalados en sus privilegios desde la cuna, sea muy similar a la de Kavanaugh. La fraternidad del futuro juez del TS se llamaba Delta Kappa Epsylon y tenía por lema: “Orgulloso de ser un hombre blanco”. Los muchachos, inspirados en aquella celebrada película de gamberradas estudiantiles, “Desmadre a la americana”, eran populares por ir a saco con las chicas, y cuando el alcohol cumplía su efecto desinhibidor acorralarlas sin miramientos. Tenían muy claro que formaban parte de la futura élite política y judicial. Su éxito estaba escrito desde la casilla de salida. La era Reagan facilitó esa sensación de legitimidad del privilegio y fueron, cuenta un estudiante no blanco de esa época que observaba el fenómeno, buenos tiempos para aquella lírica juvenil supremacista.
Han pasado treinta años desde aquello. Hay un movimiento de dignificación de las víctimas de agresiones sexuales, pero la reacción a ese intento de subvertir el viejo orden de las cosas está siendo ya brutal. Nadie desaloja tan fácilmente a un señorito. Puede parecer que esta historia incumbe solo a un mundo separado por un océano. Pero esa reacción defensiva ya ha calado entre nosotros. Cuando escuchamos, por ejemplo, a una fiscal, hace ocho años, contar cómo presenció una fiestecilla de fiscales y jueces en Colombia ligando con menores, entendemos por qué algunos piensan que hoy, más que nunca, hay que defender el fuerte.
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