Entre el cielo y el suelo hay algo
El tranquilizador “mira cómo está, tiene que ser mentira”
Una vez un jefe me metió en su despacho y me preguntó, primero, si creía en el infierno, a lo que yo contesté que por supuesto mirándole fijamente, y entonces me preguntó qué era para mí el infierno. “El infierno para mí es que, después de la muerte, toda la gente que haya conocido asistiese a una película de mi vida, viendo todo lo que hice, escuchando todo lo que dije y metiéndose en mi cabeza para conocer hasta mi último pensamiento, también el que estoy teniendo ahora respecto a usted”. Tanto pavor le cogí a aquella idea que a las dos semanas empecé a escribir columnas para poder decir en público lo que jamás me atrevería a decir en privado. Y así, a la vista de todos, paso cada día arrepintiéndome de lo dicho hace 10 años o hace 10 días, metiéndome debajo de la mesa no por la difusión de cualquier charla privada sino pública y escuchándome decir cosas en la radio que a la semana puedo desmentir perfectamente alborotado; en definitiva, amueblando un infierno en vida que me libre al menos del infierno en muerte. Sin haber contado yo, siquiera, con el director’s cut de Villarejo.
Dentro de la consecuencia desastrosa general, ha habido algunas consecuencias felices. Una de ellas es haber aprendido a expresar, ante cualquier disgusto público, las emociones en la intimidad. Me he criado en un pueblo en el que si alguien entra en un sitio y dice a los cuatro vientos que está muy contento o muy triste le miran como si se hubiese golpeado la cabeza; por una cuestión de pudor, hay lugares en los que se expresa la felicidad invitando y la tristeza dejándose invitar. Me suelen decir que es una cuestión del norte, donde los únicos ‘te quiero’ se escuchan en la iglesia, fuera y dentro de la sacristía. Pero en la política, que es todo lo contrario al norte, se esgrime ante los micrófonos el estado de ánimo particular de cada uno ante cualquier acusación. La última ha sido la ministra Dolores Delgado, a la que le han encontrado un “maricón” en 2009: un “maricón”, según ella, tras varios titubeos, aplicado a un homosexual sin referirse a su condición sexual, como gritarle Fittipaldi a uno al azar por la calle y que sea Fittipaldi. A veces pasan estas cosas y el sanchismo tiene que creérselas, qué remedio.
Pero antes de eso, en caliente, la ministra ha querido decir que está muy enfadada. Muy dolida. Tiene razones para estarlo, no sé si tantas para sumarlo a su defensa: ya sabemos que está indignada, lo gracioso sería que dijese que está encantada de la vida. “Me flipa que me hayan grabado hace 10 años entre copas y que me escuche toda España: cuando me da por pensar qué hay después de la muerte, imagino así el cielo”. Lo que hace la ministra con sus emociones es utilizarlas a modo de argumentario, tratando de legitimar una estrategia de defensa en base a su estado de ánimo para llegar por la vía rápida a los suyos. Nada nuevo. El tranquilizador “mira cómo está, tiene que ser mentira, no hay derecho a que le hagan a nadie esto”. Como fiscal que es, preocupa la estrategia. Sí, Delgado está muy enfadada. Pero su enfado en público debería dirigirse hacia sí misma por mentir sobre su relación con Villarejo, tangencial o no, y en privado por descubrir que, de existir el infierno ideal, no lo sería tanto si emitiesen su vida entera como si la emitiesen editada. Tal y como las vidas de los españoles ascienden a los cielos y descienden a los infiernos según les hayan hecho el corte de algo tan delicado como la intimidad, que sólo entienden quienes están dentro, no quienes se asoman.
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