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EDITORIAL
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cortina de humo

La polémica en torno al currículo distorsiona el debate público

Una mujer lee la tesis de Pedro Sanchez.
Una mujer lee la tesis de Pedro Sanchez.Samuel Sanchez (EL PAÍS)

Una tesis doctoral de 324 páginas titulada Innovaciones de la diplomacia económica española. Análisis del sector público, defendida hace seis años en una universidad privada madrileña, la Camilo José Cela, ha centrado el debate público en España en los últimos días, mientras los ciudadanos se familiarizaban con el Turnitin o Plagsacan, programas informáticos que sirven para detectar si se han producido plagios. Es cierto que esa tesis estaba firmada por el presidente de Gobierno, Pedro Sánchez, y es verdad también que, de forma extraña, no era un documento totalmente público. Era posible escrutarlo en la propia universidad, en su edición de papel, pero hasta ayer no estuvo disponible en la plataforma Teseo, donde pueden acceder todos los ciudadanos y donde esa tesis puede ser útil a los investigadores (porque ese es el propósito de una tesis, no solamente adornar el currículo). Solo la presión política ha conducido a Pedro Sánchez a autorizar finalmente la publicación libre de este documento.

El escrutinio del trabajo de los servidores públicos y de sus currículos no solo es deseable, sino que, como en otros países avanzados, debería formar parte de procedimientos rutinarios de transparencia administrativa. Sin embargo, este no ha sido el caso en el escándalo que rodea a la tesis doctoral de Sánchez, sino que todo se ha presentado con una absoluta falta de rigor. Lanzar en el Parlamento la acusación de plagio o a la existencia de un coautor oculto de una tesis alegando "dudas razonables", como hizo el presidente de Ciudadanos, Albert Rivera, sin aportar la menor prueba y con el altavoz cómplice de algún medio de comunicación, es un asunto político. Una cosa es el escrutinio deseable de los políticos electos y otra dar al Parlamento un uso espurio, confiando en que la repercusión mediática que proporciona esa tribuna institucional actúe como un foro de propaganda que amplifique los mensajes sin contrastar. Las acusaciones en el Parlamento no deberían ser acusaciones difusas y destinadas a envenenar el debate. El Congreso no debería ser usado como un lugar para lograr que todo un país esté pendiente de algo que muy bien puede ser falso. Actitudes semejantes deterioran el sistema democrático (un sistema que se ve sometido a prueba con demasiada ligereza y reiteración), conducen a sospechas generalizadas sobre nuestros representantes y, además desvían la atención de asuntos mucho más determinantes, que siempre parece fácil esconder tras agotadoras cortinas de humo.

Un debate sobre la necesidad de aumentar las exigencias de transparencia de la Administración sería bienvenido. También sería bienvenido que la oposición pusiera en aprietos al Gobierno, como es su deber, pero no con acusaciones faltas de pruebas, sino con argumentos, datos ciertos y trabajo esforzado. Las acusaciones sin pruebas no hacen más transparente la vida política española. Más bien lo contrario: en la versión ibérica de Trump, reducen la política a la cultura del espectáculo. El populismo que ha vuelto a aparecer como consecuencia de la crisis de 2008 (cuyo desgraciado aniversario se recuerda hoy mismo), no es un peligro que se combata fácilmente, pero la peor manera de afrontarlo es la manipulación de las instituciones persiguiendo réditos electorales inmediatos. El cuidadoso manejo de las instituciones por parte de la oposición y, desde luego, del Gobierno se impone hoy día como una necesidad apremiante.

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