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Religiones alimentarias

El poder de penetración de los mensajes ‘paramédicos’, o pseudosanitarios, es enorme en nuestras sociedades candorosas y desinformadas a conciencia

Javier Sampedro

Apenas es un secreto que la industria alimentaria pretende vender ‘medicamentos’ en los supermercados: yogures que fortalecen el sistema inmune, leches enriquecidas que evitan el infarto, aceites que adelgazan (por si no fuera bastante con el agua mineral que hace lo mismo), bebedizos que aceleran el metabolismo y chocolatinas que previenen la diabetes. Ninguna de estas cosas es un medicamento, puesto que no han demostrado en ensayos clínicos lo que proclama el fabricante, pero el poder de penetración de esos mensajes ‘paramédicos’, o pseudosanitarios, es enorme en nuestras sociedades candorosas y desinformadas a conciencia, cuya resistencia crítica queda anulada por cualquier etiqueta que diga “bio”, “natural” o cualquier cosa todavía más discutible.

La llegada del espíritu perroflauta no ha mejorado las cosas en absoluto. A las ínfulas biotecnológicas de las grandes marcas se ha superpuesto ahora un asombroso mercado de plantas ignotas con propiedades hechiceras, coles asiáticas que aclaran la sangre, semillas de quinoa que engrasan el sistema nervioso, harinas de espelta que dan la felicidad e infusiones de té verde que robustecen las defensas, no sabemos contra qué. Pero las grandes cadenas no están dispuestas a ceder ese apetitoso mercado a las ferias de agricultura ecológica, y ya están inundando las ciudades de hipermercados “bio” donde no se vende comida, sino salud. Son los templos de la religión moderna, el panteísmo de la naturaleza sabia.

Luchar contra una religión es muy difícil, como sabe muy bien cualquiera que lo haya intentado, y cuando los sacerdotes de esta alimentación pseudo-medicamentosa tienen el gancho de Angelina Jolie, Gwyneth Paltrow o Richard Gere, dan ganas de tirar la toalla. Es posible que la única estrategia viable sea desmontar los casos concretos, uno a uno y con argumentos científicos (o revelando la falta de ellos). Es lo que acaba de hacer la epidemióloga Karin Michels, de la Universidad de Harvard, con el aceite de coco, uno de los últimos credos de la nutrición natural. Michels no se ha andado con rodeos y ha calificado ese aceite de “veneno puro” y de “uno de los peores alimentos que se pueden usar”. Parece una buena táctica, porque el vídeo de su conferencia ha superado el millón de visitas. Necesitamos más expertos valerosos como Michels, porque hay un sinfín de gente en el campo contrario, y hacen un montón de ruido, además de plagar la red de basura pseudocientífica.

Contra la basura, datos: no hay un solo estudio científico que demuestre las virtudes del aceite de coco; pese a ser vegetal, contiene más ácidos grasos saturados que la peor de las grasas animales, y por tanto puede calificarse como un eficaz taponador de arterias; apenas contiene los ácidos grasos esenciales que ‘’ hay que comer. En suma, un desastre, una mentira y seguramente una estafa.

La web de este diario contiene una serie de vídeos llamada ‘Darwin, te necesito’ que ha empezado a desmontar mitos con los argumentos de la ciencia. El último de ellos destruye eficazmente la religión de los que tragan colágeno para mejorar sus huesos, sus articulaciones y la tersura de su piel. Véanlo.

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