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NAVEGAR AL DESVÍO
Columna
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La memoria del “rey del hachís”

Manuel Rivas

El narcotraficante gallego Laureano Oubiña ha descubierto la literatura contrabandista. Pero los malos pierden interés cuando rompen su silencio.

LA MALDAD ES silencio”, afirma el escritor José Carlos Somoza en un estudio sobre los “personajes malvados” en Shakespeare. Quizá por eso nos resultan tan interesantes los malos locuaces como el Yago de Otelo o el Edmundo de El rey Lear. Y en Macbeth hay momentos en los que, por decirlo así, brilla más el filo de la lengua de lady Macbeth que el del puñal que mata.

En la ficción, sea en un libro, en la pantalla o en un escenario, los “malos” que hablan nos parecen menos malos. En general. No hay nada más soso que un bueno predecible, que va proclamando su bondad. A este tipo de personaje solo puede salvarlo un final dramático o la locura. Al igual que al malo que se limita a actuar como una máquina de “hacer mal”. Hay toneladas de películas para la chatarra con todos sus gatilleros y quemacoches, incapaces de articular una esdrújula. Un buen malo, para entendernos, tiene que hacer algo más que el mal. George Sand le reprochaba a Gustave Flaubert, en una carta, el que algunos de sus principales personajes no fuesen más virtuosos. Para ella, la literatura debería cumplir un papel de orientación moral en un mundo donde suele ausentarse la vergüenza. A lo que el autor de Madame Bovary respondía que el bien y el mal cohabitan en el ser humano, y que la mirada singular de la literatura era el ser capaz de expresar “la nuance”: el matiz. Gran parte de la fronteriza cosecha de series de televisión, desde The Wire hasta Fariña, y que responden al género que Jorge Carrión bautizó como Teleshakespeare, tiene esa identidad literaria de hacer germinar el matiz.Y en este mundo de ficción, un malo con prosodia, capaz de soltar con chispa todo lo que se calló Judas, sostiene una trama.

Para George Sand, la literatura debería cumplir un papel de orientación moral en un mundo donde suele ausentarse la vergüenza

En el mundo real se impone casi siempre la regla: “La maldad es silencio”. Rige la omertá hasta en las tumbas. Por ejemplo, apenas hay literatura de verdugos. Y cuando se rompe el silencio suele ser para largar prédicas exculpatorias. Lo explica muy bien aquella ironía de Churchill: “La historia me dará la razón, particularmente si yo escribo esa historia”.

Sin ironía, esa parece ser, de entrada, la intención de Laureano Oubiña en su reciente autobiografía Toda la verdad. Reescribir la historia del contrabando y el narcotráfico en Galicia. La obra se empantana en esas parrafadas en las que el “capo de la denominada mafia gallega” y “rey del hachís”, tal como lo presenta el propio libro, se desdobla, con un ego napoleónico, en víctima de un gran complot y en juez supremo poseedor de “toda la verdad”. Una verdad que no se limita al saber propio de su “oficio”, sino que incluso le permitió aleccionar a grandes pilotos de la transición política, con los que, al parecer, fue un generoso donante. Así le hizo ver al mismísimo Suárez que se equivocaba legalizando el Partido Comunista y reconociendo las autonomías.

Pero la autobiografía de Laureano Oubiña tiene, no obstante, el valor de quebrar la tradición del silencio. Lo más interesante es justamente allí donde se muestra el matiz y Oubiña desiste de reescribir la historia y se bate en duelo consigo mismo. Eso que llama la “forja” del delincuente. “Desde muy joven sentí la atracción por lo prohibido”. Y en especial, el relato de la relación con su padre, conocido por el apodo de Pejorito, excombatiente dedicado al estraperlo contra la voluntad del abuelo materno de Laureano, un campesino “recto”. Y aquí la memoria duele como un bastón golpeando la espalda de un niño. El padre era un hombre autoritario y violento. Un carácter que reconoce haber heredado. Oubiña cuenta cómo se enfrentó a él de adolescente, le arrancó el bastón de las manos y lo arrojó donde nunca el viejo pudiese encontrarlo: “Entonces perdí el miedo porque nada podía atemorizarme más que la ira del padre”.

El libro tiene la mano de un “supervisor literario”, pero el mejor momento surge cuando Oubiña libera al capo que lleva dentro, un capo laborioso y resentido por la competencia de “oportunistas” y el aprovechamiento de parásitos vividores: “No hay peor trabajo que el puto contrabando”. El mejor Oubiña es el que parodia a Laureano Oubiña: “Siempre que viajas de turismo vas intuyendo rutas alternativas”.

Uf. Menos mal que este hombre se tomó un descanso y descubrió la literatura contrabandista. 

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