Marta Gili: “Los museos necesitan el mecenazgo privado”
Fue la primera mujer en dirigir uno de los grandes museos franceses, el Jeu de Paume. En la encrucijada entre lo público y lo privado, Gili defiende la función social de las instituciones culturales para formar ciudadanos críticos. Independencia, riesgo y una pizca de caos es su receta para atraer al público.
CUANDO EN 2006 Marta Gili (Barcelona, 1957) asumió la dirección del Jeu de Paume, se convirtió en la primera mujer, y extranjera, en llegar a la cima de los museos parisienses. El poderoso Ministerio de Cultura francés y un comité de expertos valoraron su experiencia de 15 años al frente del departamento de artes visuales de la Fundación La Caixa como comisaria de exposiciones (ella organizó las muestras de grandes del medio como Richard Avedon, Diane Arbus, Helen Chadwick, Miguel Rio Branco, Gillian Wearing) y como jurado de importantes premios fotográficos (Camera Austria, Renger-Patzsch y Hasselblad). Su despacho no es un espacio grande, pero sí luminoso, gracias a un gran ventanal horizontal que mira a una tranquila zona del Jardín de las Tullerías, a pocos metros de la plaza de la Concordia. El día es gris y amenaza lluvia. “Echo mucho en falta el sol de Barcelona”, dice.
La directora del Jeu de Paume se licenció en Filosofía y se especializó en psicología clínica, y quizá sea esta la razón por la que tiene en su despacho una serie de imágenes antiguas de mujeres en estado de catalepsia que el neurólogo Jean-Martin Charcot tomó en el hospital de la Pitié-Salpêtrière, sin duda uno los primeros testimonios del carácter exhibicionista y teatral de la fotografía. Gili es reservada y algo tímida. “Voy a muy pocos actos sociales”, confiesa. La extensa biblioteca, donde apenas caben más libros, ocupa toda una pared y muchos catálogos sirven de peanas a otros que van llegando. Sobre la mesa hay una pequeña instantánea en blanco y negro donde se la ve con sus dos hijos. “Me casé con Enric Pol, psicólogo social y ambiental, cuando era muy joven y enseguida tuve a Gerard. Vive en Estrasburgo, donde trabaja como ingeniero de energías renovables. Judith, que es programadora informática, nació un poco más tarde, de mi relación con [el artista] Joan Fontcuberta. Con mis exmaridos comparto hijos y nietos. Eso da sentido y continuidad a todas nuestras vidas aunque hayan seguido distintos caminos”.
“En esa ‘marca Barcelona’, que
se creó con los Juegos Olímpicos de 1992, la cultura ha dejado de ser un reclamo. Ni para los barceloneses, ni para los turistas”
Entró en el mundo de la fotografía cuando hacía sus prácticas como psicóloga clínica. Tenía que pagarme los estudios, así que después de mis clases en la Facultad de Filosofía iba a trabajar al Institut d’Estudis Fotogràfics de Catalunya y también con un psiquiatra que me derivaba casos de terapia familiar. En las sesiones pedíamos a los pacientes que trajeran su álbum de fotos. Esas imágenes del cuerpo familiar servían para empezar un diálogo donde hablábamos de la posición de cada uno en la foto, quién aparece y quién no, quién está cortado o fuera de foco, si se cogen de la mano o por la espalda.
Una cura a través de la imagen. Sí, era impresionante ver las reacciones de los pacientes. Pero tuve una mala experiencia con uno de ellos, que tenía tendencias suicidas. Yo era muy joven y me entró pánico, así que decidí que aquello no era para mí. Más adelante organicé las primeras Primaveras Fotográficas de Barcelona, con Daniel Giralt-Miracle, Cristina Zelich, Pep Rigol y Joan Fontcuberta, e hice mi primer seminario, Percepción, inconsciente e imagen fotográfica. Ahora que lo pienso, aquel título era pomposo y arrogante. ¡Pecados de juventud!
Esos álbumes de fotos —Roland Barthes los llamó “tesoros punzantes”— que servían para construir la memoria emocional y colectiva de las personas, ¿son los últimos fragmentos de verdad que nos quedan? La fotografía ha cambiado mucho técnicamente. Antes hacías una foto y era la única; si la persona salía fuera de encuadre o desenfocada, no se podía rectificar. Hoy, con la tecnología digital, si sale mal, la borras. Pero eso no significa que la fotografía haya dejado de ser ese lugar de construcción de nuestros pensamientos y afectos.
El edificio del Jeu de Paume es en sí una instantánea de los dos últimos siglos de la historia francesa. De estilo neoclásico, se construyó por encargo de Napoleón III para acoger los torneos del popular juego de la palma o frontón. A principios del siglo XX se acondicionó como pinacoteca, sirviendo durante el periodo nazi para confinar el “arte degenerado” que posteriormente se oficializó en las colecciones de pintura impresionista y posimpresionista del Museo de Orsay. Hoy es un espacio dedicado a la fotografía y sus usos artísticos, una misión cada vez más difícil de capitalizar en una ciudad donde los museos han entrado en abierta competencia para ganar nuevos públicos.
Lleva 12 años dirigiendo el Jeu de Paume. ¿Fue difícil hacerse un sitio propio en una ciudad como París, con una oferta cultural tan enorme? Cuando llegué, el papel de cada institución artística y cultural estaba muy fijado de antemano. En el imaginario de mucha gente, el Jeu de Paume todavía era el lugar donde se exponía a los impresionistas, así que el desafío era grande. A mí me interesaba tratar la historia de la fotografía, también del vídeo, el cine y, por supuesto, las nuevas tecnologías, como el net art; centrarme en su aspecto crítico, tanto político como poético. Pero también quería que fuera un lugar de la palabra. No concibo la imagen sin pensamiento y sin experiencia estética, ni ambas sin palabras. Hoy el Jeu de Paume es el espacio para hablar de los lugares políticos de la imagen.
Y está en la plaza de la Concordia, el marco perfecto para ese uso político. Sí, pero no hay que confundir concordia con consenso. Una ciudad consensual es horrible. ¡Imagínese, todos pensando lo mismo! Yo siempre he querido ir más allá de lo que es visible y tratar también lo periférico desde el lugar central de la cultura en Europa, como es París. Que los poderes públicos se desentiendan de la cultura es algo impensable para los franceses. La cultura está en cada piedra, en sus parques, en los mercados. El otro día me pasó una cosa curiosa. En el mercado d’Aligre, cerca de mi casa, noté que una pareja me miraba fijamente. El hombre se acercó y me dijo: “A usted la conozco, es la directora del Jeu de Paume, y debo decirle que es mi museo favorito porque siempre encuentro una exposición que me hace pensar. ¿Puedo hacerme un selfie con usted?”. Incluso el verdulero, al que conozco desde hace varios años, me dijo: “¡Ah! ¡Pero si usted es una estrella! Llévese hoy estos tomates que huelen a tomate”. Me reí mucho.
Ha pasado medio siglo desde las revueltas estudiantiles del 68. El Gobierno francés es de centroderecha y los ciudadanos están saliendo a las calles para protestar contra las privatizaciones de los servicios públicos. ¿Conserva París su pulso revolucionario? París es una ciudad acomodada a la imagen que se ha creado ella misma como producto de mercado. Tiene un aura, por lo demás merecida, de ciudad protegida, paseable, a la vez racional y romántica. La gente todavía viene aquí a casarse o a pasar su luna de miel. París es una ciudad imaginada, pero a veces también es una ciudad sublevada. Y, como otras muchas, tiene una cara que no vemos. Lo invisible es el centro neurálgico de su fragilidad y su gran vergüenza. Las desigualdades sociales son inmensas sombras en busca de un cuerpo político, que de vez en cuando también explota. Siempre digo que París es un palimpsesto de los fracasos de las políticas capitalistas.
¿Cómo ve desde aquí la evolución de su ciudad, Barcelona, con un turismo masivo? Hace muchos años que no vivo allí y cuando voy lo hago casi como turista, aunque una turista familiar, porque reparto los días entre mis amigos y mis dos hijos y nietos. Pero he visto una transformación increíble. Y también que en esa marca Barcelona, que se creó con los Juegos Olímpicos, la cultura ya no es un reclamo, ni siquiera para los barceloneses. Hay una diferencia abismal con París, donde el público que consume cultura no es solamente el turístico, también el francés. En Barcelona tendríamos que ser los primeros en creer en lo que hacemos para después compartirlo. Es como cuando invitas a tus amigos, preparas una cena fabulosa, te sientas a la mesa y no comes. Lo más seguro es que tus amigos sospechen de ti y de tus habilidades culinarias.
Los directores de los principales museos, como el Macba, el MNAC o la Fundación Miró, se quejan del poco público local. También ha bajado la asistencia al teatro. Sí, creo que hay un cierto desencanto y espero que sea transitorio, no hay que ser catastrofista. Siempre he pensado que Barcelona puede ser un laboratorio para experimentar una nueva forma de vida más igualitaria donde los ciudadanos, la tecnología, la cultura y la naturaleza formen un frente común ante los desafíos que se presentan. Tiene el formato perfecto y un clima fantástico, a diferencia de París, donde nos sobra el agua. Pero no se crea, también en Francia se quejan. Lo que creo es que en Barcelona además hay un divorcio de la ciudadanía con respecto a las instituciones. Me da la sensación de que, al contrario de lo que ocurre en Madrid, se ha perdido el deseo o el que puede haber se ha encaminado hacia otros lares, que me parecen muy bien. Creo que todo movimiento de insubordinación o desacato, sea utópico o no, tiene que ir acompañado de unas ganas de conocer más, porque si no, nos quedamos muy cortos.
“Las cuotas deben acompañarse de calidad, excelencia y un trabajo crítico y de investigación. Y esto ha de aplicarse a artistas mujeres, pero también a los hombres”
¿Se ha sentido una exiliada en París? Me he sentido extranjera, cómo no, pero, en lugar de tomármelo como una barrera, ha sido liberador. Me gusta ser un poco extraterrestre y creo que es una buena fórmula para trabajar. Quizá sea porque vengo de una familia protestante, nada habitual en la España franquista. Mi padre era pastor y recuerdo que en la escuela mis hermanos y yo éramos considerados unos bichos raros. Quiero decir con ello que he vivido en una situación de excepcionalidad durante toda mi infancia y ello ha conformado una manera de ver el mundo como una persona exiliada de ciertas realidades que me rodeaban. Aunque de pequeña a veces no sabía cómo lidiar con ello, de adulta me ha servido para poner en tela de juicio lo dado, lo sabido. Dicho esto, tengo buenos amigos y amigas, y muchas afinidades compartidas aquí en París, claro.
Al igual que Estados Unidos, Francia ha entrado en la carrera por las franquicias y la satelización de sus museos más importantes. La colección del Louvre, por ejemplo, está distribuida por 75 museos de todo el mundo. ¿Se lo llegó a imaginar alguna vez? No hay que ser ingenua. En Europa la mayoría de los museos reciben una parte importante de subvención pública, pero el resto se consigue con recursos propios (las entradas, tienda, restaurante). La llamada satelización nace probablemente de una gentrificación que también ha tenido un impacto en los museos, convirtiéndolos en empresas mastodónticas que se tienen que financiar con el consumo de cultura de los más privilegiados. El dinero público no llega para conservar las obras, crear equipos, adquirir nuevas obras. Todo eso hace que haya que buscar dinero fuera, por eso las pinacotecas se satelizan o prestan sus colecciones de arte occidental que otros países no tienen.
¿No se corre el riesgo de que el dinero decida la programación? El dinero ya está decidiendo la salud, los medios de transporte, la educación, en fin, nuestra vida en general. Los museos necesitan el mecenazgo privado para afrontar sus gastos. Pero tienen que mantener su vocación de servicio público y preservar su autonomía. Hay muchos públicos y distintas formas de acercarse al arte, pero la misión de una institución cultural debería ser aportar elementos para agudizar el sentido crítico, cada uno a su manera, sin dejarse influir por las agendas, económicas o políticas, de quienes la sostienen. La independencia es fundamental, también una alta dosis de riesgo y un poco de caos.
Con el Año Da Vinci, que celebrará en 2019 el quinto centenario de su muerte, algunos museos han pedido en préstamo La Gioconda. Pero Jean-Luc Martínez, director del Louvre, ha dicho que el cuadro “no se mueve”. ¿Tienen las obras maestras un precio, que un jeque diga quiero esta obra y esté dispuesto a pagar el precio que sea? Eso llegará. Ahora hay una discusión entre los conservadores del Louvre, que dicen que no hay que mover la Mona Lisa, y el Ministerio, que defiende que “la cultura es para todos”. La gente va a ver la pintura y se hace la foto. Pero en realidad es casi imposible verla: primero, porque no es un cuadro grande y, después, porque está superprotegido, como es natural, y la sala está siempre llena de gente que se agolpa y se pone de espaldas al cuadro para hacerse un selfie.
¿Hay paridad en la política y la cultura francesas? Cuando me nombraron fui, sorprendentemente, la primera directora extranjera de una institución cultural parisiense. Recuerdo que los directores de museos me llamaban para ir a comer y darme instrucciones de lo que debía o no debía hacer, programar o decir. Y hasta uno de ellos, muy simpático, me comentó: “¿Sabes lo más sexy que le puede pasar a un director de museo? ¡Tener cola frente a la puerta de entrada!”. Así funciona la falocracia museística.
¿Qué ha cambiado en 12 años? Vamos poco a poco. Existe una ley de paridad que va dando sus frutos, ya que acaban de nombrar a una mujer [Laurence Des Cars] para dirigir el Museo de Orsay y otra española está a la cabeza del Palais Galliera [Miren Arzalluz]. Pero en la programación de los museos todavía hay muy pocas mujeres artistas. En el Jeu de Paume, y en nuestra otra sede que tenemos en el Château de Tours, hemos alcanzado casi la paridad, estamos en un 45%, a años luz de otros centros más grandes.
¿Cómo se lo toman sus colegas hombres? Es interesante ver que algunos directores, esos que mencioné antes, ahora hacen exposiciones de mujeres malgré eux, es decir, porque tienen que hacerlo. Las cuotas tienen que ir acompañadas de calidad, excelencia y un trabajo crítico y de investigación. Y esto ha de aplicarse a las artistas mujeres, también a los hombres.
¿Qué opina del manifiesto impulsado por la escritora Catherine Millet y cien mujeres francesas donde denuncian los métodos del movimiento #MeToo? Admiro a Catherine Millet y algunas cosas del manifiesto eran razonables, pero lo sacaron en un mal momento. A veces tener razón no es suficiente. A pesar de todas las deficiencias del #MeToo, y hay que decir que en la versión francesa suena más duro, #BalanceTonPorc (denuncia a tu cerdo), debemos aprovecharlo. Pero no se puede perpetuar. Espero que el tiempo se ponga a favor de todas.
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