Planetas
Hay posturas inflexibles e irreconciliables, odios y miserias que se deben a nuestra incapacidad de inclinar la cabeza en el ángulo adecuado para entender los juicios del otro
Un atardecer de verano, a mediados de los años ochenta, los filósofos norteamericanos Daniel Dennett y Paul Churchland salieron al campo a mirar al cielo junto a unos cuantos estudiantes del primero, en uno de esos días privilegiados en que se pueden ver cuatro o cinco planetas, los mismos que ya vieron nuestros antepasados homínidos, y los griegos clásicos y los astrónomos medievales, pero que solo Copérnico fue capaz de ver de la manera correcta. Incluso hoy, cuando sabemos desde la escuela cuál es la solución a ese enigma celeste, no resulta nada fácil apreciarla en el paisaje del ocaso, y uno entiende perfectamente que nuestra especie haya tardado milenios en descubrirla. Pero hay un truco muy simple que, a la vez, constituye una de mis metáforas científicas favoritas.
Dennett, de quien lo aprendí hace tiempo, vuelve a mencionarlo en su último libro, De las bacterias a Bach. La evolución de la mente (Pasado & Presente). Consiste en inclinar la cabeza en el ángulo adecuado para imaginar el plano de la eclíptica, en el que los planetas se mueven alrededor del Sol. “De golpe”, dice el filósofo al estilo del mago Tamariz, “la orientación encaja y tachán, ¡lo ves!”. Naturalmente, Dennett y sus estudiantes contaban con dos ventajas muy lujosas respecto a los sabios medievales, por no hablar ya de los agricultores neolíticos. Primero, el asesoramiento de Churchland, filósofo de la ciencia y astrónomo aficionado entusiasta; y segundo, que ya conocían el modelo copernicano, como todos nosotros. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta es verlo con tus ojos y tus emociones, como si el cielo se estuviera dirigiendo directamente a ti, como si tú mismo acabaras de descubrirlo y gritaras eureka. Todos podemos sentirnos Copérnico por un día. No solo saber, sino también sentir, que los planetas giran alrededor del Sol, y que el suelo que pisamos es uno más de ellos, otra de esas lucecitas insignificantes que se mueven en el ocaso.
Creo, como el propio Dennett, que hay una lección profunda que extraer de esa anécdota mínima. Que hay conflictos de incomprensión y hastío, posturas inflexibles e irreconciliables, odios y miserias que se deben a nuestra incapacidad de inclinar la cabeza en el ángulo adecuado para entender los juicios del otro, para sentirlos como propios siquiera por un minuto luminoso del que se pueda derivar un armisticio o un respiro. Entender que esa tierra tan firme que creemos pisar es solo un planeta más vagando por el cielo de una noche de verano.
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