¡Antes la barbarie que el aburrimiento!
Soy un gran partidario de la diversión en la vida privada —en el amor, en la literatura, en el cine—, pero en la pública abogo por un tedio suizo.
OCURRIÓ HARÁ COSA de un lustro, en Hay-on-Wye, un pueblecito de Gales donde se celebra cada año un festival literario. Yo andaba por Reino Unido promocionando un libro en compañía de mi hijo, por entonces todavía un adolescente, y la noche en que llegamos mi editor nos invitó a cenar con una periodista británica que había cubierto varios conflictos bélicos en África y Oriente Próximo, y que acababa de publicar un libro sobre su experiencia. Durante la cena, la periodista contó cosas interesantísimas, pero en determinado momento, a propósito de alguna de las barbaridades de las que había informado, citó a George Orwell: “¿Dónde está la gente buena cuando pasan cosas malas?”; en otro momento se lamentó: “¿No os parece que Europa es cada día más aburrida y menos interesante?”. Entonces me puse como un basilisco; por fortuna, no recuerdo exactamente lo que dije: debí de recordarle a la periodista, cabreado, aquella maldición china que reza: “Que vivas tiempos interesantes”; debí de contarle, furioso, que la Guerra Civil fue en el siglo XX el momento más interesante de mi país, tan interesante que llegaban de todo el mundo reporteros como ella para contar lo que pasaba y escribir libros y volverse luego a disfrutar de la paz y la tranquilidad de sus aburridos países mientras en el mío la gente seguía matándose; debí de soltarle a grito pelado que yo soy un gran partidario de la diversión en la vida privada —en el amor, en la literatura, en el cine—, pero que en la vida pública soy partidario de un aburrimiento escandinavo, o como mínimo suizo. En fin. Todo esto debí de decirle a la periodista; lo que no le dije, en cambio, es que la pregunta de Orwell era retórica, y que Orwell sabía muy bien que, cuando pasan cosas malas, la mayoría de la gente se calla, o ayuda a hacerlas, o las hace ella misma. Al día siguiente le ofrecí mis más sinceras disculpas a la periodista.
Debí de contarle, furioso, que la Guerra Civil fue tan interesante que llegaban de todo el mundo reporteros como ella para contar lo que pasaba
Marx escribió que la violencia es la partera de la historia; yo me pregunto si no habremos desdeñado el papel del aburrimiento en la historia. Hasta donde alcanzo, no existe una historia del aburrimiento, pero seguro que aprenderíamos mucho leyéndola. El 15 de marzo de 1968, Pierre Viansson-Ponté publicaba en primera página de Le Monde un artículo titulado “Cuando Francia se aburre…”; dos meses después estalló la revolución. George Steiner recuerda que, tras los 100 años de paz y prosperidad relativas que siguieron al fin de las guerras napoleónicas, se incubó en Europa un gran aburrimiento que produjo un anhelo de intensidad colectiva y un secreto deseo de destrucción y muerte, muy visible en el arte de la época (“¡Antes la barbarie que el aburrimiento!”, exclamó Théophile Gautier), y que ese ennui acabó siendo un carburante ideal para las dos guerras mundiales que destruyeron el continente. En Cataluña el separatismo abunda entre gente joven, pero sobre todo entre gente mayor, incluso muy mayor; yo conozco a algunos: jubilados sin horizonte que vegetaban en un tedio amodorrado y crepuscular y que de golpe han hallado una ilusión, una utopía, una forma de salir de su soledad y hermanarse con otros a través de una gesta colectiva que, para ellos, posee todas las ventajas emotivas de ese tipo de gestas y ninguno de sus inconvenientes. Algo semejante ocurre con algunos jóvenes. “Mira, Javier”, me dijo una vez uno de ellos, un periodista muy conocido. “Nuestros abuelos vivieron la aventura de la guerra y nuestros padres la del antifranquismo; nosotros queremos vivir la aventura de la independencia”. Me quedé mudo: no le dije, cabreado, que para sus abuelos la guerra no fue una aventura; no añadí, furioso, que sus padres no fueron antifranquistas (porque, como decía Vázquez Montalbán, durante la mayor parte del franquismo los antifranquistas de verdad cabían en un autobús); no le solté a grito pelado que, si quería aventuras, se fuera a buscarlas a África y a Oriente Próximo, donde las hay en abundancia, como sabía mi querida periodista británica. No hice nada de eso, de lo que casi me congratulo, porque así no tuve que disculparme.
No: yo no despreciaría el papel del aburrimiento en la historia. En absoluto.
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