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LA ZONA FANTASMA
Columna
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La vuelta de mi abuela Lola

Javier Marías

Asistimos al regreso de una clase de argumentos pacatos y primitivos que abrazan una visión retrógrada del arte y amenazan la libertad creadora.

QUE ME DISCULPEN los memoriosos, porque sé que esto lo he contado, aunque no seguramente en esta página: mi abuela Lola era una mujer muy buena, dulce y risueña, lo cual no le impedía ser también extremadamente católica. Y recuerdo haberle oído de niño la siguiente afirmación, dirigida a mis hermanos y a mí: “A ustedes les hace mucha gracia” (era habanera), “y quizá la tenga, pero yo no voy a ver películas de Charlot porque se ha divorciado muchas veces”. Hasta hace cuatro días, este tipo de reservas pertenecían al pasado remoto. Mi abuela había nacido hacia 1890, y desde luego era muy libre de no ir a ver el cine de Chaplin por los motivos que se le antojaran, como cualquier otra persona. Lo insólito es que esta clase de argumentos extraartísticos y pacatos hayan regresado, y que los aduzcan individuos que se tienen por “modernos”, inverosímilmente de izquierdas, educados, aparentemente racionales y hasta críticos profesionales.

Antes de ir a ver una película habrá que contratar a un detective que examine la vida entera de ese cineasta, a ver si podemos dignarnos contemplar su trabajo

Leo en un artículo de Fernanda Solórzano un resumen de otro reciente de un conocido crítico cinematográfico británico, Mark Cousins, titulado “La edad del consentimiento”. Cuenta Solórzano que en él Cousins anuncia que a partir de ahora “dejará de habitar la imaginación de directores como Woody Allen y Polanski”, a los que “negará su consentimiento”. Compara ver películas de estos autores con visitar países con regímenes dictatoriales, o aún peor, con contemplar vídeos del Daesh con decapitaciones reales. “Aunque sus ficciones no muestren violencia, son imaginadas por sujetos perversos”, explica. Se deduce de esta frase que las películas que sí muestren violencia —ficticia, pero el hombre no distingue— serán aún más equiparables a los susodichos vídeos del Daesh, por lo que, me imagino, Cousins tampoco podrá ver la mayor parte del cine mundial de todos los tiempos, de Tarantino a Peckinpah a Coppola a Siegel a Ford a todos los thrillers, westerns y cintas bélicas. Lo absurdo es que no haya anunciado de inmediato, en el mismo texto, que renuncia a las salas oscuras y por lo tanto a su labor de crítico, para la que es evidente que queda incapacitado. Al contrario, entiendo que asegura, con descomunal cinismo, que su adhesión a “lo correcto” no afectará su juicio estético. Un disparate en quien se propone juzgar desde una perspectiva moralista, “edificante” y puritana. Ojo, no ya sólo las obras, sino la vida privada de sus responsables. Siempre según Solórzano, “en adelante Cousins sólo visitará la imaginación de artistas de comportamiento íntegro”.

Este Cousins es tan libre como mi abuela, y lo que haga me trae sin cuidado. Pero, claro, no es un caso aislado, ni el único primitivo que abraza esta visión retrógrada del arte. Constituye toda una corriente que amenaza no sólo el oficio de crítico, sino la libertad creadora. ¿Qué es un “comportamiento íntegro”, por otra parte? Dependerá del criterio subjetivo de cada cual. Para los cuatro ministros de nuestro Gobierno que hace poco cantaron “Soy el novio de la muerte” en una alegre concentración de encapuchados, el concepto de “integridad” será por fuerza muy distinto del mío. Y luego, ¿cómo se averigua eso? Antes de ir a ver una película —de “visitar la imaginación” de un director, como dice Cousins con imperdonable cursilería—, habrá que contratar a un detective que examine la vida entera de ese cineasta, a ver si podemos dignarnos contemplar su trabajo. En algunos casos ya sabemos algo, que nos reducirá drásticamente nuestra gama de lecturas, de sesiones de cine y de museos. Nada de “visitar” a Hitchcock ni a Picasso, de los que se cuentan abusos, ni a Kazan, que se portó mal durante la caza de brujas de McCarthy, ni a Caravaggio ni a Marlowe ni a Baretti, con homicidios a sus espaldas, ni a Welles ni a Ford, que eran despóticos en los rodajes, ni a Truffaut, que cambió mucho de mujeres y algunas sufrieron. Nada de leer a Faulkner ni a Fitzgerald ni a Lowry, que se emborrachaban, y el tercero estuvo a punto de matar a su mujer en un delirio; ni a Neruda ni a Alberti, que escribieron loas a Stalin, ni a García Márquez, que alabó hasta lo indecible a un tirano; no digamos a Céline, Drieu la Rochelle, Hamsun y Heidegger, pronazis; tampoco a Stevenson, que de joven anduvo con maleantes, ni a Genet, que pagaba a chaperos, ni a nadie que fuera de putas. Ojo con Flaubert, que fue juzgado, y con Cervantes y Wilde, que pasaron por la cárcel; Mann se portó mal con su mujer y espiaba a jovencitos, y no hablemos de los cantantes de rock, probablemente ninguno cumpliría con el “comportamiento íntegro” que exigen el pseudocrítico Cousins y las legiones de policías de la virtud que hoy lo azuzan y lo amparan.

Ya es hora de que toda esta corriente reconozca su verdadero rostro: se trata de gente que detesta el arte y a los artistas, que quisiera suprimirlos o dictarles obras dóciles y mansas, y además conductas personales sin tacha, según su moral particular y severa. Es exactamente lo que les exigieron el nazismo y el stalinismo, bajo los cuales toda la gente de valía acabó exiliada, en un gulag o asesinada, lo mismo que Machado y Lorca en España. No a otra cosa que a la represión y la persecución está dando su consentimiento esta corriente de inquisidores vocacionales. Al menos mi abuela Lola no ejercía el proselitismo, ni intentaba imponer nada a nadie. 

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