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Tribuna
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La mejor defensa es no parecerte a ellos

Escudarse en lo que hacen mal los otros para evadir responsabilidades, como ha hecho el PP en el 'caso Cifuentes', socava la confianza en las instituciones

Cristina Cifuentes esgrime un acta del máster fraudulento que dijo haber cursado en la universidad.
Cristina Cifuentes esgrime un acta del máster fraudulento que dijo haber cursado en la universidad. Luis Sevillano Arribas (EL PAÍS)

El caso Cifuentes y la gestión de esta crisis permiten extraer algunas lecciones acerca de qué está pasando en el centro derecha español. Las encuestas, y las tendencias que se traslucen de ellas, confirman una realidad que no requiere de mucha hermenéutica ni de grandes elaboraciones teoréticas. Para entender lo que le sucede al partido que venía representando casi en exclusiva al centro derecha español no es necesario acudir a la renovada hegemonía gramsciana de Podemos en el discurso político e intelectual. Ni tampoco al lakoffiano “no pienses en un elefante”, del que hicieron gala los socialdemócratas que creían construir el nuevo régimen para acabar reivindicando los hábitos del ancient regime y volver a la libertad de los antiguos, donde “aun en las relaciones más domésticas, la autoridad intervenía” (Benjamin Constant),

Marco Aurelio, el emperador filósofo, nos da una pista en sus Pensamientos para uno mismo que bien sirve para comprender los males que aquejan al centro derecha español y a nuestro sistema político: “la mejor defensa es no parecerte a ellos” (VI, 6). Pero para no parecerte a ellos, tienes que saber quién eres. En definitiva, qué te diferencia. La respuesta que desde el principio ofreció el PP de Madrid al caso Cifuentes, con el aval o el silencio del PP nacional, representa una clara muestra de cómo se ha pasado de la diferencia, constitutiva de la identidad, a una clara indiferencia, como revela el haber basado su defensa en el parecido con los otros, con el PSOE, Podemos y Ciudadanos. Pretender refugiarte en el mal hacer de los otros, tus adversarios políticos, es una estrategia de recorrido corto, pero además causa un profundo daño, no solo a la credibilidad del partido político —ya de por sí mermada— , sino a la confianza de los españoles en sus instituciones.

Si el mérito y la honradez fueron señas de identidad del PP, es evidente que ha decidido enterrarlas
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El Partido Popular, al aceptar esta “estrategia” como respuesta al caso Cifuentes, reconoció que es como los otros. Si el mérito y la honradez se contaron alguna vez entre sus señas de identidad, es evidente que ha decidido enterrarlas y seguir la senda de sus contrarios, ya no solo en lo relativo a las políticas públicas (basta ver cómo se ha sumado a las políticas identitarias, minoritarias pero muy ruidosas), sino en su propio ADN. Pero, además, la desafortunada gestión del caso ha puesto en entredicho la que era una de sus mayores ventajas competitivas en términos electorales: ser un “partido de Gobierno”. Los populares se diferenciaban por una cierta seriedad, de la que incluso hicieron gala como eslogan electoral en las elecciones de junio de 2016 con el “España en serio”, frente al temor que despertaba —en pasado— Podemos, un PSOE a la búsqueda de sentido y los “inexpertos lenguaraces” a los que recientemente se refería el presidente del PP.

Hoy, el PP no puede hacer bandera de la seriedad, ni del mérito, ni de nada que pueda diferenciarle de los otros. Puede exponer los datos económicos, sí; pero además de no resultar suficiente para los españoles, no dejan de ser un recordatorio del constante incumplimiento de sus compromisos electorales en materia impositiva. Por si esto fuera poco, ahora su empeño reside en ser como los otros, en el mejor de los casos, con las negativas consecuencias que ello acarrea no solo para la formación política, sino también para al sistema político. No es de extrañar que los principales sonrojados y avergonzados con la reacción ante el caso Cifuentes sean los políticos populares que —bajo la ley del silencio— aún conciben la vocación política dentro de un proyecto ambicioso para su país y que, a su vez, estiman que la acción política tiene un carácter moral y, por ello, que los políticos deben ser ejemplares y ejemplarizantes. Porque la política, su actividad, tiene efectivamente consecuencias e implicaciones morales sobre las que se asienta la comunidad y su convivencia. Escudarte en lo que hacen mal los otros para evadir responsabilidades y normalizar lo anormal, como se ha hecho a través de campañas en las redes sociales o en sede parlamentaria, socava los pilares básicos sobre los que se sostiene la confianza en las instituciones y en quienes tienen el deber de velar por su continuidad y correcto funcionamiento.

A un político se le puede exigir que sea ejemplar porque representa el ideal del buen ciudadano

Por si no quedara claro: del mismo modo que un ciudadano no puede justificar que no paga impuestos porque su vecino tampoco lo hace, un responsable político no puede eludir su responsabilidad, encontrar consuelo o mantenerse en el poder porque los demás también mientan. Entre otras cosas, porque un político es también un ciudadano, pero si a este no se lo puede exigir —que sí desear— que sea ejemplar, al primero sí. Porque quien se ocupa de los asuntos de todos tiene que representar el ideal del buen ciudadano y en ningún caso olvidar que “el bien verdadero consiste en lo que es honesto y el mal verdadero está en lo vergonzoso” (II, 1).

La reflexión de Marco Aurelio sobre el bien verdadero y el mal verdadero nos lleva también a afirmar que lo vergonzoso del caso Cifuentes no es ya tanto su principio, el máster, como su final. El final político de Cifuentes con la publicación de un vídeo comprometedor revela, en primer lugar, que el sistema de elección de los candidatos a representar a los ciudadanos no se basa en criterios objetivos de adecuación, conocimiento y, ni tan siquiera, de ciertas exigencias morales. A la vista está que Cifuentes nunca debió ser candidata a la presidencia de la Comunidad de Madrid, y los dirigentes populares harían bien en explicar qué sabían y qué no, porque su responsabilidad no acaba con la dimisión de la expresidenta. En segundo lugar, abre sombríos interrogantes sobre el uso de dossieres para derribar a quien ostenta el poder o beneficiarse de su mantenimiento a través de la obtención de favores, según convenga. En tercer, y último lugar, demuestra, una vez más, que el “magistral” manejo de los tiempos constituye una clara incomprensión de la actividad política, que exige cuidar la base de nuestro modelo político: la confianza.

Mal haríamos en buscar moralistas en los políticos, pero todos tenemos la obligación cívica —y más quienes tienen mayores responsabilidades— de impedir que la política y su actividad sean un fangal.

Jorge Martín Frías es editor de Red Floridablanca.

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