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La zona fantasma
Columna
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Quitarse de la educación

Javier Marías

No dejo de contestar nunca a las cartas de personas de larga edad o de muy corta. Pero ahora recibo a menudo, más que peticiones, exigencias.

Desde niño me enseñaron a ser educado, y en este siglo eso se ha convertido en un desastre y una desgracia, hasta el punto de que llevo años intentando “quitarme”, con escaso éxito, como quien se quita del tabaco, el alcohol o la cocaína. Apenas avanzo en mi propósito. A cada escritor desconocido que me envía un libro le correspondo con uno mío dedicado, o con alguno de los que traduje o de los que publico en mi diminuta editorial Reino de Redonda; aunque el volumen que me haya mandado no me interese en absoluto y sólo vaya a ser un engorro en mis abarrotadas estanterías. Lo mismo hago con cada amable lector que por Navidad o por mi cumpleaños me hace llegar un pequeño obsequio. A menos que sea algo zafio o malintencionado: días atrás abrí un paquete que contenía unas bragas —santo cielo, a mi edad ya respetable—. No quise averiguar si por estrenar o usadas, las alcé con un largo abrecartas curvo de marfil y fueron directas a la basura. Supongo que de haber sido yo escritora y haberme llegado unos calzoncillos, habría denunciado al remitente por acoso sexual y lo habría empapelado. Cuando saco un libro nuevo, procuro regalar ejemplares no sólo a los amigos, sino a cuantos a lo largo del año son gentiles conmigo: a los de la papelería, la pastelería, la panadería, al fotocopista, al cartero. Si me dejan obras mías en portería para que las dedique (a veces bastantes), cumplo pacientemente y me molesto en empaquetarlas para devolverlas, aunque lo propio sería que esos lectores fueran pacientes y aprovecharan las sesiones de firmas estipuladas, en la Feria del Retiro o en Sant Jordi o en librerías. No dejo de contestar nunca a las cartas de personas de larga edad o de muy corta, pienso que para ellas es más importante obtener una respuesta. De hecho contesto a la mayoría, en la medida de mis posibilidades. Entre unas cosas y otras, se me va muchísimo tiempo en procurar ser cortés.

Cada vez me siento más anacrónico, también en esto. Tal vez sea influencia de los malos modos y la generalizada agresividad de las redes sociales, en las que cada cual suelta sin prolegómenos sus denuestos y exabruptos, quizá eso se esté trasladando al trato personal y a otras formas de comunicarse. Lo cierto es que ahora recibo a menudo, más que peticiones, exigencias. Desde el señor que no sólo me conmina a que lea su libro, sino a que además le envíe una frase elogiosa para ponerla en una fajilla o en la contracubierta, hasta quien pretende hacerle a un amigo o a un marido “un regalo especial” consistente en un encuentro conmigo, dando por descontado que me sobra el tiempo y sin pararse a considerar si a mí me compensa dedicar una hora a charlar con un desconocido. Hasta a esas solicitudes contesto algo, disculpándome. He descubierto que eso a veces no basta: si no se le concede a cada cual lo que quiere, no hay ni una palabra de agradecimiento por la respuesta rápida, ni un acuse de recibo. Hace no mucho se le antojó a alguien que acudiera a la boda de una amistad suya y que en la iglesia dijera una bendición o unas palabras. A través de Mercedes L-B (que es la que usa el email) aduje que me faltaban horas en la vida, que nunca asistía a bodas (ni siquiera de familiares) y que le deseaba lo mejor a mi lector en su matrimonio. Silencio administrativo hasta ahora. A la gente se le ocurren toda clase de caprichos que en el mejor de los casos representan una interrupción y emplear un buen rato. Por no mencionar más que un par recientes, una biblioteca turca ha decidido enviarme diez ejemplares de novelas mías en esa lengua para que se los dedique, uno tras otro. Mi educación me impele a complacerla, pese al incordio de remitírselos una vez firmados. Un festival alemán desea que escriba a mano la primera página de una de esas novelas y que la fotografíe con el móvil y se la pase, sin preguntarse si tengo cámara en mi “premóvil” ni si me aburre repetir una página antigua con pluma para darle gusto. Suerte que carezco de smartphone, porque si no, me temo, habría acabado obedeciendo como un idiota.

Suerte que carezco de smartphone, porque si no, me temo, habría acabado obedeciendo como un idiota

Hay personas que escriben y que, tras un somero y vago elogio, pasan a señalarle a uno, por extenso, lo que consideran “fallos” o “errores” de una novela. A veces me molesto en explicarles —qué sé yo— la diferencia entre el acusativo y el dativo, o en recordarles que el narrador en primera persona es un personaje como los demás, susceptible de desconocer datos y tener lagunas. Es más, conviene que así sea, porque si hablara como un ensayista o un historiador o una enciclopedia resultaría inverosímil. No es raro que el corresponsal replique airado y se empeñe en tener razón en sus objeciones, hasta el punto de incurrir en ofensa y grosería. Sé que estas cosas les ocurren a la mayoría de mis colegas y a los directores de cine, no me creo un caso especial de mala fortuna. Pero estoy convencido de que casi todos ellos, más listos y expeditivos, han sabido “quitarse” de la buena educación hace tiempo, en esta época que la va desterrando y en la que lo habitual es recibir a cambio bufidos, cabreos, solicitudes abusivas, desplantes e impertinencias, como mínimo recriminaciones y frases del tipo “Jo, cómo eres”. Definitivamente, hay que “quitarse”.

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