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Carta blanca
Columna
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Querido hermano Isidoro

El autor rememora los veranos de la infancia en un caserón manchego. Sus recuerdos dichosos se ven ensombrecidos por un terrible suceso.

ES ASOMBROSO que, siendo tú casi dos años menor, tengas siempre en tu memoria bastantes más recuerdos que yo de nuestros remotísimos años primeros. Muchos de ellos han desaparecido en mí o están tan soterrados que solo emergen de las profundidades cuando tus palabras o algún resorte fortuito me ayudan a recuperarlos. Por desgracia, nos vemos anualmente muy pocas veces, pues media considerable distancia entre las localidades que habitamos. Pero cuando de uvas a peras nos reunimos, no faltan nunca momentos en que rememoramos a personas de la familia ya muertas o en los que tú o yo o nuestra hermana, que también suele estar presente, comenzamos a desgranar hechos de la infancia y la adolescencia.

Tales evocaciones, como bien sabes, se centran sobre todo en los largos veranos que de niños o de muchachos pasábamos en la Casa del Teniente, la hermosa finca perdida en la inmensidad de La Mancha que heredó nuestra madre. En el centro de la extensa superficie que abarcaba, su padre (y abuelo tuyo y mío) construyó a principios del siglo XX un enorme caserón en el que vivían renteros, pastores y guardas, a los que se agregaban numerosos obreros eventuales —segadores, trilladores— en época de recolección. Con frecuencia he hablado de esa finca en mis poemas y de nuestras dilatadas estancias estivales en ella.

Casi todos los recuerdos que conservo del lugar son dichosos. Pero hoy quiero centrarme en uno de final infausto y trágico al que hasta ahora no me he referido en mis escritos

Casi todos los recuerdos que conservo del lugar son dichosos. Pero hoy quiero centrarme en uno de final infausto y trágico al que hasta ahora no me he referido en mis escritos. Sé que no has olvidado los hechos que diré.

Durante los meses de las vacaciones rurales, nosotros, niños o adolescentes de ciudad, casi llegábamos a asilvestrarnos. Estábamos el día entero sueltos en los campos puros y primigenios, sin atisbos aún de mecanización agraria. La naturaleza iba enseñándonos constantes prodigios.

Abundaban en aquellas soledades muchas especies de pájaros, y ambos éramos muy aficionados a ellos. A mí me fascinaban ante todo los jilgueros.

En más de una ocasión criamos algún gorrión de los que se caían de sus nidos casi recién salidos del cascarón. Les dábamos pequeñas sopas de pan mojadas en leche y conforme crecían los alimentábamos con trigo machacado o algún otro cereal.

Una vez conseguimos domesticar un jilguero. Vivía en una jaula en la que tenía comida y agua, pero poco a poco fuimos dejándole abierta la puerta de la misma y él se acostumbró a salir del encierro y volaba libremente por toda la vivienda. Al caer la noche se retiraba a su jaula para dormir. Por el día cantaba maravillosamente. La casa estaba siempre llena de trinos y en cuanto lo llamábamos acudía y se nos posaba en cualquier parte: manos, hombros, cabeza.

Cada mañana, al levantarme, mientras desayunaba, le silbaba y venía a toda prisa. Posado en mi tazón de leche, también él solía echarse algún que otro traguito.

Pero ocurrió, ya te acuerdas, que una mañana lo llamamos y no aparecía. Insistimos sin ningún resultado. Fuimos por fin al lugar tranquilo en el que se hallaba su jaula y vimos algo atroz. El pobre había metido la cabeza por un espacio defectuoso (apenas más holgado que los demás) que había entre dos barrotes. Intentando salir del atolladero, tiró y tiró hacia atrás hasta que se destrozó el cuello por completo. Colgaba rígido en el lugar de su muerte.

Si recuerdas algún detalle que haya omitido, querido hermano, no me lo comuniques, pues aún me duele aquel suceso terrible.

Un fuerte abrazo. 

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