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¿Cultivaremos lechugas en el salón de casa en 2050?

Recreación de cómo será un piso en el futuro incluida en la muestra Después del fin del mundo, en el CCCB.
Recreación de cómo será un piso en el futuro incluida en la muestra Después del fin del mundo, en el CCCB.Superflux
Martín Caparrós

Una exposición retrata el temor al futuro por el cambio climático, aunque la historia está llena de apocalipsis.

ENTONCES ENTRO y allí mismo me entero de que la muestra, que se titula Después del fin del mundo, en verdad trata sobre “el fin del mundo tal como lo conocemos”. Los títulos —sabemos— son la forma más rampante, más común de la famosa postverdad: una manera de decir algo que podría ser pero no es pero tampoco es del todo mentira ni tan cierto sino todo lo contrario, poco más o menos. Publicidad aplicada al periodismo, a la literatura, a cualquier arte.

Después del fin del mundo sucede en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) y seguirá hasta abril. Trata sobre cómo los hombres —¿o debería escribir los hombres y mujeres?— estamos cargándonos el globo: el desastre climático, la explosión demográfica, el desprecio. Y tiene incluso un par de aciertos: un pisito pobre de Londres 2050 con plantas comestibles bajo lámparas para poner en escena la escasez de alimentos y un diario de papel abierto para poner en escena la escasez de verosimilitud. Pero, más allá de detalles, toda la muestra es una oda al temor: que si seguimos así vamos a conseguir, por fin, el fin del mundo —o el fin del mundo tal como lo conocemos o el fin de nosotros mismos en el mundo.

Hay pocas cosas tan tradicionales: desde que el mundo es mundo empezó a dejar de serlo, a terminarse

Hay pocas cosas tan tradicionales: desde que el mundo es mundo empezó a dejar de serlo, a terminarse. La ideología dominante de estos últimos milenios, el cristianismo, le puso a esta costumbre un nombre raro: apocalipsis. Apocalipsis sólo quiere decir revelación, pero como aquella revelación era que todo se acababa, pasó a querer decir que todo se acababa —que por nuestros pecados todo se acababa. Y desde entonces, cuando Juan lo escribió en una cueva de Patmos, lo seguimos esperando. En esos siglos era inminente, sucedería en cualquier momento —y no pasó. Después, cuando iba llegando el año mil, hasta los más tontos sabían que era el fin —y no pasó. Más tarde, cuando empezó la revolución industrial y demográfica, un reverendo Malthus nos explicó que todo explotaría —y no pasó. Hace menos, cuando inventaron la bomba atómica, el apocalipsis nuclear produjo insomnio a una generación o dos —y no pasó. Cuando la bomba H se oxidó llegó otra vez el miedo de la bomba de población —y no pasó.

Ahora tenemos un apocalipsis más astuto: es lento, gradual —y, por supuesto, también muy culpa nuestra. El calentamiento global es tan humano que han dado en llamarlo antropoceno, y muchos creen que será el fin del mundo —­tal como lo conocemos. Esta muestra lo muestra, lo piensa. Yo no digo que no haya un desbarajuste climático; digo que cambiará cosas y seguiremos viviendo un poco peor y un poco mejor —según quién, según dónde, como siempre— y que el gran problema de las predicciones catastrofistas es que imaginan las amenazas del futuro pero no saben imaginar las herramientas que entonces las enfrentarán. Y sufren porque, sin ellas, todo sería desastre.

(Y, mientras, definen el presente. Los apocalipsis son, sobre todo, un modo de manejar las conductas de los amenazados: de decirles qué deberían cuidar, qué deberían cambiar, de fijar la jerarquía de problemas. ¿La temperatura del mañana o el hambre de ahora mismo?).

Así son —temerosos— los tiempos que vivimos: hoy el futuro no es esperanza, es amenaza. Siempre hubo épocas que tenían un proyecto de futuro, épocas que no. Estamos en unos años sin; por eso, en lugar de desear el futuro, lo tememos. Últimamente cuando pensamos en futuro sólo sabemos suponer algunos cambios técnicos y esa ola de calor y todo el miedo: la forma presente del apocalipsis.

Es un clásico, y hasta produce muestras. Pero lo mejor de los ­apocalipsis es que nunca suceden —y, así, nos permiten imaginar nuevos apocalipsis. Ese sí que es un arte milenario.

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