Essaouira a contraluz
En la medina de esta ciudad marroquí por la que pasaron fenicios, portugueses y franceses se rodó ‘Juego de tronos’. Las grúas asedian, pero envuelve con la magia del mar, sus calles, una variopinta fauna humana global y una gastronomía pura y única.
Mi primera impresión de Essaouira es la de un campo de batalla al pie de los muros de la medina, declarada patrimonio de la humanidad en 2001. Como si la ciudad antigua se resistiera a que las hormigoneras entrasen, alzando sus altas almenas, y las grúas parecen catapultas que asedian, y los obreros son los bárbaros invasores del progreso. Es sabido que a los pacifistas estas cosas nos dan ganas de salir corriendo. Pero hemos cargado con un hijo de dos años y mi pareja es capaz de librar cualquier combate si lo que está en juego son las vacaciones en una escapada de invierno. Así que atravesamos el pórtico hacia el laberinto de la ciudadela: un pequeño paso para el viajero, un gran paso para una familia madrileña que huye de la urbe, aunque sea para entrar en “Guatepeor”. Y como nos gusta creernos la mar de alternativos, no hemos pillado hotel ni riad, sino un amplio habitáculo en una casa familiar con vista al mar. La señora Khadija, que así se llama nuestra anfitriona, no habla una palabra de inglés aunque su casa responde al imaginativo nombre de Home Sweet Home. Nada más vernos, arrambla con nuestro hijo escaleras arriba mostrando la perfecta dentadura de la alegría, hasta una terraza que en las fotos tenía vista al mar, pero que ahora parece haber sufrido la conquista de los constructores con muros que la ciñen, y la única vista que tenemos es la de nuestras caras de desencanto.
Nos habían intimidado: “¿A Essaouira en invierno, con el viento que hace allí?”. Y a continuación nos dedicaban esa mirada de conmiseración, como si hubiésemos declarado que íbamos a mudarnos con niño y gato a un tejado de zinc helado. Pero cuando esa tarde nos sumergimos en el bullicio multicolor de la medina y luego salimos a flote en un paseo marítimo que no acaba nunca, y apenas tenemos que abrigarnos, comprendemos que estamos en el lugar y el momento adecuados. Entonces cobra todo su sentido aquello de “creernos la mar de alternativos”: Essaouira es una alternativa que prevalece con su clima amable, y aunque las obras amenacen con tragarse su encanto de toda la vida, aún estás en ese Marruecos de luz y sal, de cabras trepadas a los troncos de argán, de especias penetrantes y callejuelas que en la noche parecen un dibujo en sepia.
Siempre nos quedará el Mogador. Solo falta Humphrey con su cigarrillo bogartiano y la Bergman diciendo aquello de “Play it again, Sam”. Nos lo descubrió el hombre del camello la primera mañana en que recorrimos las dunas de la playa para que nuestro hijo plantara bandera en la cima de un dromedario. ¿Dónde podemos beber una cerveza… o dos? Entonces el camellero de barba montaraz y manos de gorrión nos dibujó el plano en la arena con un palito, para explicarnos que teníamos que llegar allí, al bar restaurante Mogador, que era el nombre original de la ciudad y ahora parecía ser su alma alternativa. He aquí a los lugareños, la improbable musulmanidad etílica, en un recinto oscuro con barra al fondo como conjurados que traman algo divertido. Dan palmas y cantan en árabe, fuman como chinos en quiebra, beben como cosacos y con las cartas del restaurante hacen biombos que colocan delante de las muchas botellas vacías para que no se vea todo lo que han consumido: una cosa es el pecado y otra lo intransigente que es el Dios musulmán con el escándalo, sobre todo si hay alcohol de por medio.
Una contrariedad del regreso es la certeza de que ya no volveremos a comer tajín sin echar de menos a Samira
Nos falta Bogart, pero se nos acerca Feliz, un expatriado de madre toledana y padre israelí, que luce mostacho estalinista y recuerda al prófugo Trotski, siempre escondido donde todo el mundo sabe, en aquella mesa a la derecha de la terraza, detrás de una botella de vino rosé. No hace falta hacerse un habitual del Mogador para que te palmeen el hombro y te sonrían con la complicidad de las cosas clandestinas, porque desde que te sientas por primera vez delante de una birra ya te consideran parroquiano. En días sucesivos aprendemos las costumbres: los expatriados exhippies y cuasi artistas se sientan siempre en el sector derecho de la terraza, y suelen comer omelettes con mahonesa, pan y ensalada marroquí. En el recinto musulmán con barra al fondo puede entrar nuestro hijo de dos años y es recibido con aplausos, pero las mujeres no son bien vistas. Esto último nos lo explica Doris, una alemana que vive en Ghazoua y se dedica a hacer safaris fotográficos. Nos habla de una comunidad de artistas expatriados y nos invita a visitarlos: Kathy Lucoff Godin, de Los Ángeles; los franceses Pierre Henry Guerard y Michele Vu, el belga Fred Leloup, el iraquí Saad Abbas y hasta el fotógrafo español Alexis de Vilar. No hace falta poner toda la lista para entender que Essaouira es mucho más que una primera impresión, un clima amable y eso que llaman “auténtico sabor local”. Ofrece algo que escasea cada vez más en nuestro día a día de trajines y teléfonos móviles: un espacio vital donde las personas pueden sacudirse de lastres y ruidos, y ponerse a crear obras de arte.
¿Hay vida después del cuscús? La pesca había sido tan reciente que los peces carecían de nombres y para que te los preparasen al carbón había que señalarlos con el dedo. Lo turístico es darse un festín en los chiringuitos en torno a la plaza que está pegada a la medina, después de un tenaz regateo de precios para guiris. Y lo alternativo es la parrillada de sardinas en el mismísimo puerto, sobre mesas plásticas improvisadas al pie de un fortín portugués del siglo XV, entre el trasiego de redes y nasas y barcos que están siendo calafateados.
Si lo que quieres es vivir cien años comiendo cuscús, pastela y tajín de cordero, abre cualquier guía turística, cierra los ojos y pon el dedo índice sobre un restaurante. Pero si quieres comer algo que te sorprenda, el Mogador tiene un tajín de pulpo que se te pega al paladar con mil tentáculos. En Essaouira no pidas gambas, que son delgadas y tímidas de sabor, y persigue esos pescaditos de los puestos callejeros que se exhiben en vitrinas donde parece que aún nadan aunque estén muy fritos. Pero es la sardina rellena quien se lleva las palmas y cualquier nota a pie de página, en particular la que preparan en el restaurante Miyame, en el número 26 de la Rue Jbala, ante una placita tomada por una docena de gatos.
Una dama francesa que parece recién pescada en la orilla izquierda del Sena (años cincuenta) tiene su puesto en el número 59 de la Rue Altarine, y está ahí para demostrar que la gastronomía francesa bien vale una misa. Franco-marroquí, digamos, porque sus quiches aún tibias contienen especias multicolores y han incorporado aceites y queso del lugar. Ofrece un montón de cosas pequeñitas casi innombrables, como pasteles para coleccionistas, que combinan la aceituna negra y la sardina, la carne y la menta, la harissa y la alcaparra. Y es ella quien nos informa de que a un costado del mercado de la plata, remontando un arco antiguo a través de una callejuela tan estrecha que parece un secreto, están los restaurantes minúsculos donde comen los lugareños. Y allí vamos, remolcando a nuestro hijo, que se apunta a cualquier bombardeo gastronómico, más por ver qué pasa que por gula. Y pasa mucho: resulta que hay vida más allá del cuscús y la pastela y el tajín de cordero que ya conoces cuando precisamente aquí pides lo mismo. Uno descubre que antes estabas comiendo otra cosa aunque se llamara igual. No solo por la total ausencia de mezquindad en cuanto al montañoso volumen de las raciones, sino por ese sabor. La señora es gorda —no podía ser de otra manera— y se llama Samira. Cuando pruebas el tajín y la pastela y el cuscús que te sirve, la sensación es doble: primero, el mundo se había confabulado para estafarme. Segundo, menos mal que he despertado a la realidad.
Hemos de marcharnos, y lo mejor de un viaje es la contrariedad del regreso: le otorga su fuerza excepcional. La primera contrariedad que metemos en las mochilas es esa certeza de que ya no podremos volver a comer tajín sin echar de menos a Samira, que vive en una calle que nadie y todo el mundo conoce. Cuando subimos al autobús que nos devolverá a Marrakech, observo la incesante batalla de las grúas y las hormigoneras, y pienso lo inevitable: dentro de 10 años, ¿todavía existirá la Essaouira de los expatriados y el Mogador y los gatos callejeros que huelen a mar? Tengo dos certezas: volveré mucho antes de 10 años, quizá en pleno agosto, aunque en verano Marruecos sea un tejado de zinc caliente. Y dentro de 30 años las altas almenas de la medina de Essaouira seguirán resistiendo el embate de la modernidad hotelera aquí, en mi memoria.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.