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Navegar al desvío
Columna
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Órdenes de no movernos

Manuel Rivas

Lo ideal para algunos críticos sería que existiese un feminismo “bien entendido”. Es decir, un feminismo no feminista

DE KAFKA aprendemos que los grandes crímenes se gestan en las “oficinas”. Sabemos que hay una cultura estupefaciente, y una presunta civilización que empapela la barbarie, pero lo que nos resulta más difícil de digerir es constatar que algunos referentes culturales que asociamos con el librepensamiento, mentes lúcidas que suponemos alertas a los prejuicios y los dogmas, van a descarriar siempre en la misma estación. Y es cuando se detienen en el mundo femenino. Cuando hablan de las mujeres.

De acuerdo o no con él, es difícil no sentirse atraído por Rousseau. Es el pensamiento salvaje, el piel roja, en el territorio de la Ilustración donde abundaban los rostros pálidos. El más pálido de los pálidos había sido Descartes, que establecía una desconexión total entre el humano y los otros seres animales. Para Descartes, los animales eran máquinas biológicas, autómatas físicos incapacitados para los sentimientos. Rousseau encarnaba el contrapunto a ese racionalismo cartesiano, que no dejaba de ser un fanatismo. Él devolvía la vida al cuerpo de la filosofía: en el mundo animal podemos encontrar inteligencia, afectos y formas de comunicación.

Bien. Muy bien. Pero hay un conformismo regresivo con el que Rousseau no es capaz de romper. El que afecta directamente a media humanidad. No corresponde a las mujeres la condición de “ciudadanía”. Su función “natural” es la maternidad: “Es verdad que no están preñadas todo el tiempo, pero su destino es estarlo”. En Emilio, una obra que tanta influencia tuvo en generaciones de educadores, Rousseau defiende una educación contrapuesta para niños y niñas. Para ellos será el camino de la emancipación. Para ellas, el de la sumisión: “No debéis consentir que no conozcan el freno durante un solo instante de su vida”.

Rousseau defiende una educación contrapuesta para niños y niñas. Para ellos será el camino de la emancipación. Para ellas, el de la sumisión

En Mujeres de ojos rojos, de Susana Carro Fernández, se cuenta la lucha pionera de una profesora inglesa, Mary Wollstonecraft, para desmontar esta gran avería de Rousseau. Ella era, en principio, una apasionada de la filosofía del ginebrino, pero sufre una gran desilusión con sus tesis discriminatorias en la educación. El gran revolucionario deja de serlo cuando tiene que definirse sobre el lugar de hombres y mujeres en la vida. Lo “natural” es la subordinación de la mujer. ­Wollstonecraft se rebeló ante esta falacia y escribió una obra germinal del feminismo, Vindicación de los derechos de la mujer (1792), que dejaba con el culo al aire al imperio masculino, ilustrado o no.

El libro de Wollstonecraft causó un fuerte impacto en Europa y Estados Unidos. Pero, al poco tiempo, pasó a la condición de un bicho raro que había que esconder. Según testimonios de la época, que recoge Susana Carro Fernández, la sola mención de la obra “bastaba para ruborizar a quienes en algún momento la habían apreciado o simplemente leído”. Había triunfado en la cultura otra forma de misoginia, la que arrasó con envoltura romántica.

Un gran filósofo, Schopenhauer, por lo demás genial, es otro que en 1851 va a descarriar, y de qué manera, en la estación de siempre: “Las mujeres son el sexus sequior, el sexo segundo de todos los puntos de vista, hecho para que esté a un lado y en un segundo término”. Un siglo después, Simone de Beauvoir volteará la torpe expresión para provocar, con El segundo sexo, una revolución óptica equivalente, para la humanidad, a la de Copérnico en astronomía.

Esta vez sí. Eso parecía. El feminismo se convertiría en un movimiento social que acabaría con las desigualdades, no solo económicas. La emancipación de las mujeres significaría un cambio de vida, un cambio cultural, en el sentido más profundo, que también liberaría a los hombres con prejuicios milenarios. Parecía que ese nuevo sentido común se extendía. Hasta que llegó, de nuevo, el carpetazo. La contraofensiva del machismo. Del de siempre. Y, lo que es peor, el machismo de una misoginia “culta”, de la nueva “ilustración” regresiva: “¡Las feministas, con tanto feminismo, perjudican a las mujeres!”.

Lo ideal para estos críticos sería un feminismo “bien entendido”. Es decir, un feminismo no feminista. Poner fin, como dice uno de estos detractores hablando de mujeres artistas, a “un extendido frenesí exhibicionista de victimación y autocompasión”. Pero ahí están las mujeres de ojos rojos. Barbara Kruger publicó a todo esto una respuesta irónica titulada Hemos recibido órdenes de no movernos.

E pur si muove!

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