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Migrados
Coordinado por Lola Hierro
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Sicilia: la lotería de la vida

En las islas italianas miles de personas recién llegadas buscan mejores perspectivas de vida. Los menores quedan, muchas veces, fuera del sistema

Pablo Tosco (Oxfam)
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No pensaba escribir esto. De hecho, no quería hacerlo, pero sin saber muy bien cómo me encuentro aquí escribiéndolo. Quizá es una manera inconsciente de dejar testimonio de lo que he visto, quizá así pueda compartir esta carga, y librarme un poco de ella.

Vengo de Sicilia. No de esa Sicilia arquitectónica, culinaria y bonita que tenemos en nuestro imaginario. La Sicilia de la que vengo es la que acoge, la que responde a la imparable llegada de refugiados y migrantes, la que convive con la tensión entre quienes se desviven por responder a quienes llegan y los que quieren que se vayan.

Hemos estado con decenas de personas. Todos hombres, todos muy jóvenes, todos con una inquebrantable voluntad de encontrar un futuro mejor. Ninguno volvería a sus países.

Y eso es mucho decir. Llegan por fin al paraíso deseado pero sus sueños no hacen más que desvanecerse, poco a poco, a medida que ven que su periplo no ha acabado aún porque la ruleta rusa no ha hecho más que empezar. Dependiendo de tu nacionalidad, del lugar al que hayas llegado, de la suerte, de que encuentres a un funcionario amable (o no), tu destino puede tomar una dirección u otra.

Los hay que, si tienen suerte, pasan a formar parte del sistema oficial. Si es así, le ha tocado la lotería. Si alguno de ellos es además menor de edad, tiene más posibilidades de regularizar su situación como solicitante de asilo o como residente con permiso de trabajo o estudiante. Pero la mayoría no corre la misma suerte. Hemos sido testigos de cómo cientos de menores quedan abandonados, fuera del sistema. Sin regularizar su situación, desamparados y ajenos a los derechos que tienen por ser menores, porque la ley y la sociedad tienen obligación de protegerlos.

Ali inició su viaje con tan solo 14 años desde Somalia. La razón: “no tenía futuro”. Una gran visión para alguien tan pequeño. Imagino que esa férrea voluntad es lo que le ha permitido llegar hasta su deseado destino. Ha estado en ruta más de un año y medio. Desde Somalia cruzó a Etiopía, y de ahí a Uganda, hasta llegar a Liberia. Lo cuenta como quien cruza hasta casa del vecino. Es listo, es rápido, sabe lo que quiere y se nota que es un líder natural, como así lo demuestra con el grupo de amigos que se ha hecho en esta travesía. Pero su seguridad se desvanece en el instante en el que le preguntamos por Libia. “Es el infierno” murmulla. Sus ojos se hunden, su mirada se pierde y en ese instante se hace un gran silencio.

Dependiendo de tu nacionalidad, del lugar al que hayas llegado, de la suerte tu destino puede tomar una dirección u otra

Ali tiene ahora 16 años. Le queda toda una vida por delante. Tiene muchas esperanzas puestas en Europa. Quiere estudiar, quiere trabajar. Está muy agradecido. Habla con su madre una vez al mes, cuando le toca el turno, porque se rotan el teléfono entre los amigos. No me cabe la menor duda de que tiene todas las condiciones para seguir adelante y, muy seguramente lo conseguirá. Pero este chico, como otros tantos miles, tendrá que superar algunas de las experiencias más traumáticas por las que alguien puede pasar. Sinceramente, pocas cosas son comparables. Hemos oído testimonios de chavales a los que les habían metido en prisión, a la espera de poder pagar los mil euros que cuesta la libertad. Otros han trabajado en condiciones infrahumanas. La mayoría ha sufrido algún tipo de abuso.

Estas historias cortan el aliento. A mí personalmente en algunos momentos me paralizan, me rompen y me conectan con lo peor del ser humano. Pero soy consciente de que hundirse en ese sentimiento no va a ningún lado: sería como el doctor que por empatizar tanto con su paciente pierde la perspectiva médica.

Por eso no quería escribir este texto. No tengo nada muy esperanzador que decir. Hay momentos en que no tengo ni siquiera energía para indignarme. Porque esta situación podría resolverse. Los Gobiernos, incluido el español, saben lo que pasa y pueden tomar medidas para acabar con este sufrimiento. ¿Por qué no lo intentan?

Paula San Pedro es portavoz para migraciones y refugiados de Oxfam Intermón.

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