Sutera, el pueblo de los refugiados
EN ITALIA, con frecuencia, los números no cuadran. Sutera, por ejemplo, es un pueblo del centro de Sicilia situado a tan solo unos 40 kilómetros de Caltanissetta, pero al que se tarda hora y media en llegar porque la carretera que no está cortada está hundida, o no conduce a ningún sitio y hay que retroceder hasta encontrar el camino correcto, que no es necesariamente el que indican los carteles. De esa sucesión de islas concéntricas que es el interior de Sicilia resulta muy fácil salir, pero no tanto regresar. Sutera tenía en los años sesenta más de 4.500 habitantes y ahora apenas llega a 1.400. La emigración se fue llevando jóvenes, a los campos de Inglaterra, a las minas de Alemania, y muchos de ellos no regresaron ni siquiera para ocupar su lugar en el cementerio. Si el santuario y las cinco iglesias ya no se llenan ni en los días de fiesta, no digamos la escuela, que estuvo a punto de cerrar hasta que, del otro lado del mar, la emigración empezó a devolver lo que se llevó, aunque bajo rostros, vestidos y nombres distintos. El hermoso pueblo que parecía condenado a morir de soledad renace ahora con la vida de los que se la jugaron en el Mediterráneo. Se fue Pietro para no volver. Ha llegado Munir para quedarse.
Munir tiene 19 años y quiere ser médico. Nacido en Siria de padre palestino, llegó a Italia en 2013 a bordo de un barco que partió de Egipto y que estuvo a punto de naufragar. “A mi padre lo buscaba la policía”, explica, “él y otros amigos habían fundado una organización para ayudar con medicinas y materiales de construcción a las víctimas de la guerra. Todo el que hace esas cosas allí es un criminal para el Estado, y tuvimos que huir. El viaje en un barco atestado fue peligroso, difícil, duró siete días hasta que logramos desembarcar en Calabria”. Munir, que prefiere ocultar su apellido por seguridad, se ha convertido en un personaje muy querido en el pueblo, un chaval amable que conoce a todos y al que todos aprecian, un ejemplo de integración.
Italia rescata cada año en el mediterráneo a más de 150. 000 migrantes. Muchos acaban alojándose en sicilia y lombardía.
Tras los terribles naufragios de octubre de 2013 frente a la isla de Lampedusa –aquellos 400 ataúdes puestos en fila en un hangar del aeropuerto–, el Gobierno municipal, formado por una lista cívica, tomó la determinación de participar en la acogida de los migrantes que, a razón de 150.000 al año, arriban a las costas del sur de Italia procedentes de Libia. No fue una decisión fácil. Incluso algunos vecinos se pusieron en pie de guerra. “Pero no solo se trataba de una cuestión humanitaria”, se sincera el alcalde, Giuseppe Grizzanti, elegido en una lista independiente. “Sutera estaba desapareciendo. Muchas casas del pueblo llevaban años vacías porque los que se fueron no regresaron jamás. Y, como en muchas otras localidades del interior de Sicilia, hacía tiempo que las muertes superaban a los nacimientos. Ahora, gracias a los refugiados, este pueblo tiene la oportunidad de rejuvenecer”.
Sutera se adhirió entonces a uno de los planes de acogida financiados por la Unión Europea. En números redondos, recibiría unos 250.000 euros al año a cambio de gestionar la integración de unas 40 familias. Los vecinos se beneficiarían de unos fondos inesperados a través del alquiler de casas que estaban vacías, de incentivos para la asunción laboral de los migrantes, del resurgir de una escuela que llegó a tener solo seis alumnos y que ahora volverá a garantizar el trabajo de unos profesores que a punto estuvieron de irse al paro. Y, desde el punto de vista moral, de la satisfacción de ofrecer a personas llegadas de muy lejos –el joven sirio Munir, la familia nepalí Pathak, el nigeriano Alex y su esposa embarazada, el maliense Hamed– una oportunidad para reconstruir sus vidas rotas por la guerra y el hambre. Sobre el papel, la opción de Sutera por ayudar a los que venían de tan lejos parecía no tener ninguna arista, toda vez que hasta los vecinos más renuentes se fueron ablandando cuando los primeros refugiados, y sus niños pequeños asustados de tantas bombas y de tanta travesía, empezaron a llegar al pueblo.
–Pero es un equilibrio muy delicado…
Quien habla, con una dulzura que ya no se estila, es el profesor Mario Tonà. Después de 40 años dando clases en institutos de secundaria, Tonà ha dejado aparcada su jubilación para enseñar italiano, de forma gratuita, a los jóvenes y no tan jóvenes que llegan de África y de aún más lejos. Mientras imparte una lección a Hamed, de Malí, y a Alex, de Nigeria, el viejo profesor explica en voz baja: “Esto que está pasando aquí es algo muy vulnerable. La convivencia tranquila entre vecinos y migrantes depende de un equilibrio muy delicado. Digamos que la convivencia es como una planta. Si se riega cada día, entonces resiste a las inclemencias. En el caso contrario, basta un minuto para que se marchite. Esta es mi preocupación. Que una acción equivocada de alguno de estos jóvenes o un comentario de odio de algún político [se refiere sin nombrarlo a Matteo Salvini, el furibundo líder de la Liga Norte] rompa el equilibrio. Todo el esfuerzo puede saltar por los aires”.
Desde que, hace tres años, el gran naufragio de Lampedusa atrajera la atracción mundial sobre algo a lo que ya estaban acostumbrados los vecinos de la isla –los barcos rotos y hundidos, los cadáveres de niños y jóvenes arrastrados por la marea hasta las playas o enredados en las redes de los pescadores–, Italia se conjuró para que aquella imagen no se volviera a repetir. Los Gobiernos de Enrico Letta primero y de Matteo Renzi después han destinado gran cantidad de recursos materiales y humanos para evitar el naufragio de las barcazas de madera y las lanchas neumáticas que los traficantes de Libia fletan con cientos de migrantes a bordo. Según los datos de la Guardia Costera, Italia rescata cada año en el Mediterráneo central a más de 150.000 personas, muchas de las cuales, tras el endurecimiento de los controles fronterizos en el norte de Europa, no tienen más remedio que buscarse la vida aquí. Cada región, dependiendo de su población y sus recursos, recibe a una parte de esos migrantes. Lombardía, con el 13%, y Sicilia, con el 11%, son las que alojan a un mayor número. Italia se ha convertido en el puerto solidario de Europa. No solo porque rescata a los migrantes, muchas veces sin la ayuda de la UE. También porque les busca un acomodo en su territorio e incluso, a través de los corredores humanitarios organizados por la comunidad laica de San Egidio y la Iglesia evangélica, acoge a familias enteras que huyen de Siria. Todo ello en paralelo a la crisis económica y sin que se hayan producido, salvo contadas excepciones, brotes de racismo o xenofobia, cada vez más habituales en otros lugares de Europa. A ese equilibrio tan precario, casi milagroso, se refería el viejo profesor Tonà.
La cuestión es si el modelo de acogida que está funcionando en Sutera –integrar barrio a barrio, pueblo a pueblo, comprometiendo al mayor número de vecinos en un proyecto común, destinando los recursos económicos justos–supone una excepción o puede trasplantarse a otros lugares de Europa con las mismas características: falta de población y necesidad de savia nueva. “Esa pregunta es demasiado grande para mí”, contesta con una sonrisa el profesor Tonà, y añade: “Yo no tengo respuestas para preguntas tan grandes. Solo sé que debo dar a los demás lo que me hubiese gustado encontrar a mí en el extranjero. Un poco de ayuda. Aquí todavía nos acordamos de las migraciones, porque todos nosotros tenemos parientes fuera, en el norte de Italia, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, pero por lo general la memoria es corta. De ahí que los que todavía tenemos memoria hagamos esto tan fácil [y señala a sus alumnos aplicados sobre los libros de gramática italiana]: actuar como hubiésemos deseado que actuaran con nosotros”.
Hasta los vecinos más renuentes se fueron ablandando una vez que los refugiados y sus niños empezaron a llegar al pueblo.
La concejal Marisa Montalto Monella va incluso más allá de la teoría del alcalde Grizzanti –se trata de un intercambio ventajoso para ambas partes– y sostiene que, en lugares tan alejados del mundo como Sutera, donde las noticias suelen llegar empaquetadas con el rojo chillón de la polémica televisiva, la presencia de los migrantes supone una vacuna a la intolerancia. De camino a la casa de Shyam y Praga Pathak, una familia nepalí que ya ha logrado hacerse entender en italiano y traer a Sutera a su hija pequeña, Monella explica que para muchos de los migrantes la acogida es en principio un mal trago. “Hay que admitir”, explica, “que en la mayoría de los casos preferirían no estar aquí, porque muchos de ellos son profesionales en sus respectivos países, individuos inteligentes que de la noche a la mañana se ven obligados a dejar sus casas, a echarse al camino, a vivir gracias a la generosidad de los otros; a aprender desde las primeras letras un idioma que no conocen, encerrados en un pueblo que no sabrían reconocer en un mapa. Lo más curioso es que, una vez superados los primeros miedos mutuos, la vida empieza a fluir con una facilidad inesperada”.
En el salón de una casa que huele a comida con muchas especias, Shyam y Praga explican que al principio vivieron “con mucha tristeza”, porque su hija se había tenido que quedar en Nepal, pero que en cuanto llegó –“tras 22 horas de viaje”– todo empezó a ser más fácil. “Las mujeres del pueblo son muy amables”, dice la esposa. “Todas me saludan, y no creo que ellas me traten distinto porque yo sea de Nepal. A veces sí me preguntan por cómo es mi religión o qué hacemos en Navidad. A mí me gusta ser hindú, como a otros les gusta ser musulmanes y a otros cristianos. Las religiones nunca han sido un motivo de división entre mis vecinas y yo”.
Hasta ahora, según explica la concejal Monella, para conocer una cultura distinta, los vecinos de Sutera tenían que ir por lo menos a Agrigento o a Palermo, e incluso sentían un temor con respecto a ellos. “Porque también en Italia, como en otros países europeos, los extracomunitarios son víctimas del populismo de cierta política, que los convierte en enemigos para sacar provecho electoral. La estrategia del enemigo común siempre ha funcionado. Pasó con el nazismo, podría repetirse también ahora. Y por eso es tan importante que nuestros hijos, desde pequeños, compartan el pupitre con niños que tienen una cultura distinta, que hablan un idioma diferente. Déjeme que le cuente una anécdota que me pasó con una amiga”.
Y la concejal, contagiada de una euforia que comparten la mayoría de los vecinos, cuenta aquella tarde que fue junto a una amiga a recoger a su hijo de ocho años a la escuela. El chico les contó que había llegado un compañero nuevo a clase. La madre, que ya sabía que se trataba de un niño de Nigeria, le preguntó cómo era. “Muy simpático”, respondió. “Aunque no es muy bueno en la escuela porque habla una lengua extraña”. La madre siguió preguntando y el hijo fue dándoles detalles: “Muy movido, algo travieso”, sin incluir el color de la piel. “Aquel niño”, resume la concejal, “o no se había dado cuenta, o no le había dado importancia”. No parece, en efecto, un mal negocio el de Sutera. Un poco de paz a cambio de vacunas de intolerancia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.