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La zona fantasma
Columna
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Grafiteros, mendigo y académico

Javier Marías

La cosa empezó en una presentación, continuó con un hombre que me confundió con un cura y acabó con un tegucigalpense demasiado sincero

HAY SEMANAS llenas de pequeños sinsabores o incidentes que lo mueven a uno a la risa, más que al enfado. Ojalá fueran todos así. La que hoy termina ha sido una de esas. La cosa empezó en la presentación de la última novela de Pérez-Reverte. En el escenario, el autor y tres mujeres, entre ellas nuestra magnífica editora Pilar Reyes, afanándose por dialogar e interesarnos. A mi izquierda, un par de individuos, con calva moderna y media barba, que no paraban de cuchichear como posesos. Una incontinencia verbal fuera de serie. “¿Qué diablos hacen aquí”, me preguntaba, “en un sitio al que se viene a escuchar, no a rajar desenfrenadamente?” Claro que el panorama general del patio de butacas no era alentador: la mitad de los asistentes estaban a lo suyo, es decir, mandando y recibiendo whatsapps y chistes, haciendo fotos y vídeos con sus aparatos estúpidos, sin prestar la menor atención a lo que se hablaba arriba. La mala educación de mucha gente está alcanzando niveles disuasorios: ya no se puede ir al cine, ni a un concierto. Pero al menos los del móvil “interactuaban” en silencio, más o menos, mientras que los calvos modernos no descansaban: chucu-chucu, chucu-chucu, un bisbiseo inaguantable. Aun así aguanté cuarenta minutos, limitándome a mirar con estupor al que tenía al lado. Hasta que no pude más. Ya he escrito aquí sobre los peligros de llamarle hoy la atención a nadie. Poco después de hacerlo hubo dos víctimas más: un anciano le afeó a un coche, a distancia, haberse saltado un paso de cebra, y el conductor se detuvo, se bajó, le pegó un puñetazo al viejo y lo dejó seco en la calzada; y otro sujeto que meaba en la calle respondió a la recriminación de un vecino sacando una pistola y metiéndole un tiro. Así que me jugué la vida al decirles: “Oye, ¿vuestra tertulia la tenéis que tener aquí?” A lo que el de más allá me contestó altanero: “Es que podemos hacer las dos cosas, escuchar y hablar”. “Ya”, le respondí sin discutirle la falsedad, “pero molestáis a los demás, que no somos tan hábiles”. Pararon un poco, sólo un poco. Tres días después, Pérez-Reverte estaba informado: “Ya sé que casi te pegas con unos amigos míos”. “Pues vaya amigos, no sé por qué no escogieron la cafetería”. “Son dos grafiteros que me echaron una mano con una novela. Desde entonces van a todo lo mío, por lealtad personal, pero se aburren. Eso sí, me dijeron que eras chulo”. “¿Chulo yo? Para nada, fui muy modoso”. Comprendí que, en efecto, me había jugado la vida con tipos de acción, y encima amigos de un amigo.

A los dos días vino hacia mí un mendigo con la cara desnortada, en la calle de Bordadores. Y me gritó: “¡Padre, padre, deme algo, padre!” Él no podía saberlo, claro, pero que me confundan con un sacerdote —quizá un sacerdote chulo— es de lo peor que puede pasarme. Digamos que no es el gremio que mejor me cae, y como ahora van disfrazados de civiles (lo cual me parece fatal, un engaño a la gente), el mendigo no tenía por qué distinguir. Me detuve y le dije: “¿Por qué me llama ‘padre’? ¿Me ve usted a mí cara de cura? No me diga que sí, por favor”. Lo mismo se lo llamaba a todos. El hombre se disculpó, me dijo que no, que me veía cara “normal”. La cosa me divirtió como para deslizarle cinco euros.

“¿Por qué me llama ‘padre’? ¿Me ve usted a mí cara de cura? No me diga que sí, por favor”

Al día siguiente, reunión en la Academia con académicos latinoamericanos de visita. No tuve mucha ocasión de departir con ellos, sólo durante el recreo entre dos plenos severos. Un académico de Tegucigalpa me cuenta: “Invitamos a su padre para hacerlo honoris causa, pero no pudo venir y en seguida murió”. “Ya, qué lástima”, contesté, pero no pude por menos de pensar: “Pues sí que tardaron. Mi padre murió a los noventa y un años, así que se lo debieron de proponer a los noventa”. El tegucigálpico pasó a otra cosa: “Su mejor novela de usted”, me dijo, “es la primera”. Sí, me temo que se refería a la primera de verdad, Los dominios del lobo, publicada a mis diecinueve años. Como le tengo simpatía, no vi inconveniente: “Sí, estoy de acuerdo”. Pero al hombre no le bastó: “Todo lo que ha escrito luego, sí, muchas idas y venidas, un habilidoso artesano, pero sin la frescura de aquella”. Huelga decir que nadie le había preguntado su opinión, pero eso no le impidió soltar la palabra más hiriente para cualquier autor, “artesano”. La verdad es que encontré cómico lo gratuito y veloz del hundimiento, en dos minutos me había crucificado. “Pues nada”, contesté sonriente, “no he hecho sino empeorar a lo largo de cuarenta y pico años”. Mi compañero Manuel Gutiérrez Aragón asistió al breve diálogo, y para mí que se quedó helado (y admirado de mi templanza, espero). Sólo acertó a decir: “Caray, no hay nada como la sinceridad”. El hondureño se despidió con una amenaza: “No pudimos llevar a su padre, pero a usted sí, en breve”. “Gracias, pero no crea”, le contesté: “detesto los vuelos transoceánicos”. Bien es verdad que, aún muerto de risa (para mis adentros), acompañé la disculpa de este pensamiento: “Ni en pintura me van a ver en Tegucigalpa, visto lo visto”. Feliz año a todos, incluidos los grafiteros, el mendigo miope y el señor académico tegucigalpense. 

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