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La rebelión de las favelas

En el barrio Los Guandules de Santo Domingo, los vecinos se enfrentan a un plan de mejora que no termina de convencerles

Vecinos del barrio Los Guandules, al norte de Santo Domingo (República Dominicana).
Vecinos del barrio Los Guandules, al norte de Santo Domingo (República Dominicana).Javier Arcenillas
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La ubicuidad de la música impide el silencio. Sale de todos los lados: billares, colmados, dormitorios. No importa el momento del día. Pegue el sol o zumbe la noche. El estruendo reguetonero oculta el trajín de motos y coches. Un aire a resaca de fiesta impregna, no obstante, el ambiente. En el barrio Los Guandules, al norte de Santo Domingo, sus residentes no están para dar brincos, aunque parezca que el primer ingreso económico lo han invertido en bafles. Es una de las zonas más degradadas de República Dominicana y ahora se enfrenta a una remodelación. Se pretende adecentar el trazado del río Ozama y las circunvalaciones de asfalto que lo rodean.

Algunos lo contemplan con ilusión. Otros se oponen. Mientras, una cascada de botellas de plástico forma en las veredas de estas cuestas una presa de aguas fecales. Varios niños juegan a béisbol con un palo de escoba y una tapa de gaseosa. “Llevan diciendo décadas que van a cambiarlo, pero nunca lo hacen”, protesta Elson, vecino de 28 años. El plan de limpieza del río y de desalojo de la parte más próxima para construir nuevas infraestructuras lleva tiempo sobre la mesa. De momento, el refuerzo del puente Francisco del Rosario Sánchez (más conocido como el de la 17) y la ampliación de una línea de metro amenazan con derribar 1.000 viviendas. “Se está ofreciendo hasta un millón de pesos [unos 18.000 euros]”, dice este residente para el que una marcha forzosa sería “empezar de nuevo”. “No me gustaría, porque soy de aquí”, resume este albañil mientras ayuda a un amigo con la pala.

Este rincón de la isla tiene 137.000 habitantes (un 15% del total de la población urbana), un 33% de los hogares en situación de pobreza y un 16% de desempleo

Similar postura adoptan los opositores a los planes municipales. No es que no quieran prosperar o que sus calles luzcan mejor, es que no confían en el Gobierno y ven otras necesidades, como mejor educación o sanidad. Unas quejas no comprendidas del todo por ciertos sectores de esta ciudad de 965.000 habitantes, que les acusan de resistirse a cualquier progreso. Ven a estos cachorros de las favelas como rebeldes de un futuro mejor. “Están censando a todos los que viven a la orilla del río”, explica Reina Montero. A sus 68 años, cree que supondría “una felicidad” abandonar su chabola y cambiar el techo de uralita por algo más firme, que resista el calor de este mediodía o las lluvias repentinas. Algo que no le haga rezar entre temblores cuando escucha hablar de futuras catástrofes como el huracán Irma, que dejó 24.116 evacuados en el país sin afectar apenas esta zona.

Toda la cuenca del Ozama, compuesta por siete barrios (La Ciénaga, Los Guandules, Gualey, Las Cañitas, Simón Bolívar, Capotillo y La Zurza) lleva desde 2009 con un plan de rehabilitación firmado por Roberto Salcedo, el todavía alcalde del Distrito Nacional, al que pertenece. Esta acción estratégica, como se la ha llamado, contempla la reducción de residuos en el río y la adecuación de sus lindes. Algo que, según expresa el documento, se ha ido logrando gracias a "la prestación de servicios básicos como funerarias, estaciones de bomberos, adecuación de mercados y parques infantiles". "Sin embargo, las condiciones de vida de los barrios ameritan el abordaje del problema desde un enfoque de mejoramiento integral del hábitat que implique un proceso participativo involucrando los principales actores de la comunidad", concluyen.

Entre la descripción que realizan del territorio destacan la "ocupación informal desde mediados del siglo XX", la "ocupación de zonas vulnerables por inundaciones y deslizamientos", la "deficiencia en la calidad constructiva de las edificaciones, al no responder a los estándares técnicos tanto estructurales, arquitectónicos como urbanísticos", y una densidad poblacional "por encima de los 350 habitantes por hectárea". ¿Qué provoca este contexto? "Altos niveles de hacinamiento, en precariedad e informalidad en las instalaciones de servicios básicos como agua potable y energía eléctrica, en vías de comunicación con secciones que dificultan el tránsito de vehículos y en contaminación ambiental causada por el ruido, manejo inapropiado de residuos sólidos, descarga de aguas servidas sin tratamiento y vertido de residuos industriales en los cuerpos de agua".

Con 137.000 habitantes (un 15% del total de la población urbana), un 33% de los hogares en situación de pobreza y un 16% de desempleo —tal como expresa el informe—, este rincón de la isla La Española también carga en su ADN con el estigma de la inseguridad. Sus ciudadanos no lo ocultan: "Hay sitios en los que no te puedes meter", avisa Emilio Mesa, uno de los viandantes cuyo domicilio queda en una pendiente de tierra con el abismo de los andenes de metro sobre su cabeza. "Cualquier opción es mejor que vivir debajo el puente", defiende este fontanero que ha mandado a sus hijos a otra parte de la ciudad y al que "la delincuencia, el polvo y la bulla" le restan ganas de seguir aquí. Y eso que el Gobierno ya ha presentado unos planes "de Seguridad Democrática" para atajar la violencia. "Encima ahora tiran basura", suspira Mesa, indicando al cielo.

El plan contempla la limpieza del río y el desalojo de la parte más próxima para construir nuevas infraestructuras

Allá arriba está otro de los ejes de esta revuelta. Lo que antes era un puente donde se concentraba gran cantidad del tránsito de Santo Domingo, ahora tiene una extensión ferroviaria paralela. La línea 2 del metro de la capital libera de congestión las carreteras que atraviesan el trazado metropolitano o desembocan en la parte colonial, más turística y administrativa. Su ampliación creó incertidumbre sobre realojamientos y cambios de centros escolares. Ahora ,un tubo de hormigón protege los andenes. Apenas hay pasajeros. Su panorámica permite ver la unión de los ríos Ozama e Isabela. La turbidez es semejante. Un agua marrón fluye con un manto de desechos y algún barco oxidado fondea en los lados. Poco que ver con las playas cristalinas de las costas del país, a las que acuden millones de turistas. "¿Quién no quisiera dejar de ver esto?", se pregunta Danilo Rivas, 58 años de piel ajada y unos brazos fibrosos que moldean una pasta negra de arena y brea: lo que sellará los huecos de su barca.

“Tenemos trabajo, comida… no se está mal”. A Santos, un buscavidas de 37 años, la rutina del barrio le gusta. Valora esas escaleras imposibles que ascienden por una ladera de palmeras y escombros. Considera normal que se apiñen las casas de madera y chapa entre canalones. Aprueba que los edificios muestren sus tripas, con hierros y vigas que sobresalen por el tejado. Incluso le hace gracia que, en medio de una de estas avenidas, se haya instalado una canasta para pasar el rato. “La gente no quiere salir de este barrio”, sintetiza con vehemencia. La tesis de Juan Miguel Pérez, sociólogo de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, es que “de cada 100 personas que vienen al mundo en este país, menos de dos cambia del estrato social en el que nació: un 18% retrocede, y el 78% queda estancado”, según afirmaba en una crónica de Planeta Futuro sobre “los otros paraísos” del país. “Esto implica mucha segregación social y económica pero también de capital cultural, ese bagaje que te da la capacidad de entender tu situación e interactuar para cambiarla”, apostillaba. Quizás es eso lo que hace que muchos discrepen, aunque sea al ritmo atronador que expelen centenares de altavoces.

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