Haitianos en tierra de nadie
Un año después del fin del Plan de Regularización de la República Dominicana, más de 3.000 desplazados de Haití malviven en campamentos en la frontera
El viento de frontera, empañado de polvo, se atasca en la garganta. Siempre fue así, porque el límite entre la República Dominicana y Haití está asfixiado por una cadena montañosa que no deja pasar las nubes. Pero en los tres últimos años, la escasez de lluvia ha pelado —aún más— los suelos, las tierras, los pastos, los cultivos.
Lo que ha arrastrado con paso fantasmal a Yolena Selom hasta esta explanada sedienta que alguna vez alguien bautizó como Parc Cadeau, no ha sido la fortuna, aunque este lugar, (Parque Regalo) en territorio haitiano, a las afueras de la población limítrofe Anse-à-Pitres, deba su nombre a que un ganadero sí experimentara la suerte, cuando se instaló junto con una vaca, que tuvo dos crías.
A Yolena le ha traído aquí el miedo.
“Vinimos cargando con los muchachos, a pie. Uno coge la carretera…”, resume Yolena a la sombra de una montaña de sacos de carbón, señalando las lejanas lomas del otro lado de la frontera, donde uno se imagina que está Aguas Negras. “Allí trabajaba en la finca y sembraba café, batata, habichuelas, gandules”.
Hasta que llegaron un grupo de personas y les quemaron la casa. “Si hay una gente en la casa, sacan la ropa. Si no están ahí, la queman con todo. Yo saqué la ropa y echaron candela. Pero no me dio tiempo a más. Quemaron la casa con todo, con los papeles”.
Durante los primeros meses del 2015, el país amaneció con la noticia de amenazas y algún a haitianos —el más espantoso, en una exhibición de odio, colgando sobre la rama de un árbol en un parque público en la ciudad de Santiago de los Caballeros—, además de saqueos y palizas a la población haitiana que históricamente había migrado al país vecino. Así que cuando llegó el 17 de junio, la espantada fue generalizada: ese día finalizaba el plazo para acogerse al Plan Nacional de Regularización que había impulsado la República Dominicana. Era la última esperanza para miles de personas, de ascendencia haitiana, para quedarse en el país de manera legal.
“Yo no sé por qué lo mandaron quemar para que la gente no viviera allá”, se pregunta en un raro castellano mordido por su lengua natal, el criollo. “Dijo la gente que no se podía vivir porque no había papeles”. La llegada de aquel día iba acompañada de un contexto social que hervía. Y había precedentes cercanos para saber qué podría suceder si se quedaban en el país. Yolena aguantó dos meses más de aquel día límite: el 15 de agosto llegó a Parc Cadeau I (uno de los dos campos de desplazados en Parc Cadeau) y allí se instaló junto a otros desplazados. Hoy, solo en ese campo, son cerca de 1.000.
Un laberinto legal
Desde los últimos coletazos del siglo XIX, el país dominicano firmó acuerdos con Haití para proveer a sus cañaverales de mano de obra barata. Eran acuerdos bilaterales, oficiales, de los que ambos países se beneficiaban, pero los haitianos pagaron el peor de los peajes: la discriminación.
En el año 2010 el Gobierno modificó la Constitución para restringir el acceso a la nacionalidad dominicana. Hasta ese momento, todas las personas nacidas en territorio dominicano tenían el derecho a la nacionalidad, pero aquel cambio normativo afiló los requisitos: desde ese momento, ya solo serían dominicanos quienes nacieran en ese territorio y cuyos padres tuvieran la residencia legal, cuando anteriormente no importaba el estatus migratoria de sus progenitores.
Tres años después, el Tribunal Constitucional dictó y ejecutó una sentencia que aplicaba aquella reforma de la Constitución de manera retroactiva para despojar de su nacionalidad a más de 200.000 descendientes de haitianos, algo que comenzó a levantar grandes críticas a nivel internacional. Tras esa polvareda, se decidió crear una ley que devolviera esos derechos a quienes previamente se les había despojado. Era la Ley 169-14 o Ley Nacional de Naturalización, la última promesa sobre el papel para devolver la nacionalidad pero que, en realidad, tan solo accedió a él un pequeño porcentaje de las personas con ese derecho.
Pero quienes no nacieron en el país y alguna vez cruzaron la frontera para trabajar en la República Dominicana —hoy tiene un PIB per cápita de 6.000 dólares, frente a los 800 de Haití— y que antes convivían en el país vecino, lo tenían más difícil. Antes estaban de manera clandestina, pero existía mayor tolerancia. A partir de las peripecias legales, que calentaron a los sectores nacionalistas del país, la situación se volvió insostenible.
Yolena no tiene documentación. En su casa del campo de desplazados Parc Cadeau I vive junto a tres de sus diez hijos que, aunque nacieron en suelo dominicano, nunca consiguieron ningún tipo de documentación. Tienen 15, 10 y seis años y, en la teoría, tras la ley de naturalización que trató de rescatar a los despojados de su nacionalidad con la sentencia del Constitucional, podrían solicitar el derecho, pero sus hijos no tienen certificados acreditando que nacieron en la República Dominicana.
— ¿Por qué?
— No lo sé–, responde. Estaba trabajando uno.
— ¿No sabía que era importante?
— Cuando tú estás en el monte trabajando no lo piensas. Vas a sembrar maíz, su gandul…
En 2013, una sentencia del Tribunal Constitucional despojó de su nacionalidad a más de 200.000 descendientes de haitianos
Como muchos de sus compatriotas, han vivido siempre en comunidades agrícolas donde los certificados, la documentación o incluso la legalidad eran inexistentes y no importaban; hasta que la situación se volvió agresiva y la policía, e incluso grupos de personas organizadas, pedían la documentación a los sospechosos de ser haitianos.
Ahora, Yolena ha aprendido a sobrevivir en el desierto, aunque para ello tenga que caminar cuatro horas y cruzar los dedos para que la policía de la frontera le deje pasar: es su única manera de llegar a Pedernales, al otro lado del puesto fronterizo, y sacar algo de dinero en las mismas casas que trabajaba cuando vivía al otro lado de la línea.
“¿A dónde vas, morena?”, le dicen los policías de la frontera cuando quiere atravesar el puesto. “A buscar comida”, responde ella. A dos de sus hijos les cuida una viejita en Igüero; cree que allí están mejor. Pero están separados por un borde que a veces no le gustaría atravesar. “Si no tienes documentos hay que pagar 50 pesos al jefe: por obligación uno va, por necesidad”, dice en su nueva tierra, triste, “aunque a veces le dan a uno chance, los jefes están haciendo bien a nosotros, están dando vida a nosotros”.
“Discriminación” a los haitianos
Las organizaciones civiles han denunciado las prácticas discriminatorias. Disueltas en la sociedad, han marcado la relación con la población haitiana —forman la base de la pirámide laboral: vendedores ambulantes, albañiles, agricultores—, que se encuentra más indefensa legalmente. Y en esas relaciones, la exclusión se ha extendido más allá de la ley: médicos que no dan actas de nacimiento, funcionarios que niegan certificados, prácticas discriminatorias en los servicios públicos.
“Ese niño nació en Pedernales y no le dieron papeles”, dice Tamena Simple mientras señala a su hijo, que corretea inquieto. Tamena construyó un refugio de seis metros de largo y tres de ancho en cuyo interior el aire quema. Ella, de 22 años, huyó junto a su madre, que cultivaba habichuelas y cuidaba a las vacas de un dominicano. Pero el rumor que se expandió entre los haitianos hizo que temprano, una mañana del mes de junio, agarraran la guagua y acabaran en Parc Cadeau I. “Vi en las noticias que iba a sacar a haitianos del país. Los haitianos que no saliesen los van a matar, decían”, recuerda ahora.
Su hijo, llamado Macgaison —los haitianos y sus descendientes adaptan, al escribir, los nombre al castellano— es víctima de esa exclusión que se manifiesta en el día a día. “Solo le dieron el papel de la vacuna”, se queja su madre. ¿Lo pidió? “No me lo van a dar”, responde convencida, “porque tú tienes que tener el papel del hospital para tener la nacionalidad. Si no tienes papel, no”.
Los desplazados —no son refugiados, ya que no tienen ese estatus, otorgado por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR)— comenzaron a llegar durante los primeros meses del año, cuando comprobaron que las amenazas iban en serio. Pero fue a partir del 16 de junio cuando llegaron a borbotones y se instalaron, desorganizadamente, en las explanadas a los dos lados de una carretera que se pierde por el oeste.
Las cifras oficiales dijeron que, al finalizar el año, habían regresado a Haití 100.000 personas “de manera voluntaria”, algo que escondía las verdaderas razones que los llevaron a huir, “la opresión sistemática que el gobierno dominicano en todas sus instancias ha puesto en marcha contra aquellas personas sospechosas de tener alguna herencia haitiana”, según el historiador puertorriqueño Pedro Relna.
Sin embargo, todo apunta a que la cantidad es mucho menor y que se hinchó el número para satisfacer a una parte de la población, sedienta de una venganza que llevaba años fraguándose, y —de paso— animar a otros compatriotas haitianos a seguir el mismo camino. Poco después, en el mes de agosto, comenzaron las repatriaciones oficiales, pero las cifras exactas son difíciles de calcular por la informalidad de muchas de ellas.
Para el Centro para la Observación Migratoria y el Desarrollo Social en el Caribe (OBMICA), una de las pocas organizaciones que prestan atención a una crisis humanitaria silenciosa, “lo de los campamentos fue algo que surgió de manera espontánea”. Bridget Wooding, su coordinadora, explica cómo el alcalde de Anse-à-Pitres estaba de acuerdo en un principio y ayudaban a la gente de los cinco campamentos cercanos (los de Parc Cadeau y tres más) en los que viven más de 3.000 personas, “pero el problema es que esas ayudas desarrollaron en un corto plazo de tiempo: las soluciones más duraderas hubieran llevado mucho tiempo”.
Si hay una gente en la casa, sacan la ropa. Si no están ahí, la queman con todo
Yolena, desplazada
“Muchas personas deportadas andan sin documentos y no pueden comprobar su estatus”, continúa la experta en migraciones, “y eso da la posibilidad de deportaciones erróneas, porque se están deportando a personas con el derecho”.
Como consecuencia, los campamentos no se han organizado porque las familias se apiñaron donde tenían una pequeña superficie libre y nadie sabía qué estaba pasando. En noviembre, apareció un brote de cólera debido a las malas condiciones higiénicas y murieron más de 30 personas. Y entonces la crisis humanitaria comenzó a meter algo más de ruido.
Hubo reuniones de organizaciones internacionales, de políticos, de activistas. Durante unas semanas trabajaron en la zona, repartiendo paquetes higiénicos para controlar la enfermedad. Pero la epidemia pasó y estos secarrales abrasados volvieron al olvido.
La historia de este lento goteo es una sucesión de fechas negras. Wilber Leger tiene dos tatuadas en la memoria. “Un domingo de 1970”, recuerda sin saber afinar más, cuando cruzó la frontera junto con sus padres para trabajar en los campos de la frontera dominicana; y el 16 de junio de 2015, “cuando vinieron amenazando allá: si no salimos, decían, se va a quemar la casa, los van a machetar. Entonces vinimos para acá. Cogí mi vida, y me vine aquí”, cuenta Wilber en la iglesia, una construcción débil, bajo el bochorno del mediodía.
Wilber es delgado y tiene unos ojos teñidos de sangre. Tras pensarlo un rato, afirma tener 49 años, pero dice que nació en el año 1954: parece que aquí no saliera bien ningún cálculo.
Desde que llegó, vive en una caseta con paredes de cartón y un tejado inclinado para que deslice la improbable lluvia que se asoma por aquí. Lo que en Parc Cadeau hay es polvo, enfermedad, suciedad, sed, hambre. Alguna vez alguien trajo comida, pero la crisis humanitaria que consume a cerca de 3.200 personas apenas recibe atención del mundo. El cura de Anse-à-Pitres y alguna organización local trae, cuando pueden, algo de alimento. Pero, dicen, siempre insuficiente.
En los alrededores de los campamentos, se ven a hombres cargando madera para encender el fuego, mujeres que se acercan al río a buscar agua, a niños hambrientos desnudos y con infecciones mientras Haití se muestra impasible: después del terremoto del año 2010 que sembró los alrededores de Puerto Príncipe de campos de refugiados, no quería permitirse otras escenas parecidas, pero el resultado ha sido la inacción.
A un rimo lento, el calor consume las esperanzas de las familias que viven sobre un inmenso signo de interrogación a pesar de que la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) realizó recientemente un censo para recolocar a los habitantes a cambio de una cantidad que consideran absurdamente baja. ¿Y ahora?, le preguntamos a Tamena, ¿qué piensan hacer?. “No sé”, responde apática, “estar aquí”.
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