Los secretos de la corte que ha condenado de por vida al ‘carnicero de Srebrenica’
La imagen del criminal de guerra bosniocroata Slobodan Praljak suicidándose el pasado miércoles al ingerir veneno durante la lectura de su última apelación ante el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia ha dado la vuelta al mundo. El pasado 22 de noviembre, este mismo organismo condenó a cadena perpetua al general serbobosnio Ratko Mladic, ‘El Carnicero de Srebrenica’, como instigador de la matanza de cerca de 8.000 musulmanes en esa población de Bosnia Herzegovina en 1995. Son los capítulos finales de una institución que durante 24 años ha procesado a los principales culpables de las atrocidades cometidas durante la guerra de los Balcanes, la última gran contienda de Europa. Entramos en el corazón de su sede en La Haya y hablamos con sus protagonistas.
Los autores del proyecto fotográfico que ilustra estas páginas, Martino Lombezzi y Jorie
Horsthuis (fotógrafo y periodista, respectivamente), han retratado a lo largo de 2017, bajo
el auspicio de Zona, los secretos del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia.
LA SILUETA COMPACTA, fuerte, sólida, recia incluso, del edificio que alberga el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, en La Haya, tiene una explicación ajena por completo a su labor. O quizá no tanto. Esos mismos adjetivos guiaron en 1953, fecha de su construcción, el diseño del arquitecto holandés Ad van der Steur para la sede central de la futura compañía aseguradora Aegon. Influido por la Escuela de Ámsterdam, ligada a su vez al expresionismo alemán, el gusto por el ladrillo y el hormigón como sinónimos de fortaleza y confianza, convirtió en 1993 este inmueble en el candidato ideal para albergar la primera corte europea heredera de Núremberg. Una institución establecida por Naciones Unidas para juzgar el genocidio y los crímenes de guerra y contra la humanidad perpetrados durante las guerras que asolaron los Balcanes tras la desintegración de la República Federal Socialista de Yugoslavia, entre 1991 y 2001. En un país en obras permanentes como Holanda, acondicionar el antiguo inmueble no resultó difícil. También ayudó su ubicación en el plano urbano, apropiada y evocadora a la vez. El Tribunal se alza en la plaza de Churchill, legendario primer ministro británico, y corre paralelo a la avenida de Eisenhower, el no menos célebre presidente de Estados Unidos. La brutalidad del conflicto que enfrentó a las comunidades serbia, croata y bosnia, los episodios de genocidio y limpieza étnica, evocaron inevitablemente la II Guerra Mundial, una pesadilla que se creía ya superada en suelo europeo.
Hace ahora 24 años, el 25 de mayo de 1993, la resolución 827 aprobada por el Consejo de Seguridad de la ONU puso en marcha este tribunal especial que ha llegado a contar con un millar de empleados, ha concluido 154 procesos y ha dictado 83 sentencias y 19 absoluciones, y cuya labor no ha estado exenta de críticas. A punto de cerrar sus puertas, el próximo 31 de diciembre, apenas quedan cuatro centenares de personas de más de 60 países. Las apelaciones serán gestionadas en un tribunal más reducido.
La tarea ha sido ardua. El conflicto de los Balcanes estalló en Croacia en 1991 y alcanzó Bosnia un año después. Hubo abusos de los derechos humanos por todas partes, pero las tropas serbias y sus paramilitares perpetraron los peores crímenes, desde las masacres llevadas hasta el genocidio, como en Srebrenica, hasta la apertura de campos de concentración. Solo en Bosnia Herzegovina hubo unos 100.000 muertos, según el Centro de Investigación y Documentación de Sarajevo, de los cuales un 65% eran musulmanes bosnios, un 25% serbios y un 8% croatas. En Kosovo, al menos 750.000 albano-kosovares tuvieron que marchar entre marzo y junio de 1999, tal y como consta en los archivos del propio tribunal, ante el avance de los serbios. Aunque la fiscalía hizo votos por buscar sospechosos de todas las etnias, al final, de los 161 acusados, al menos 90 eran serbios, 14 croatas, 5 kosovares, 4 musulmanes bosnios y 2 macedonios. De ahí los reproches constantes de Belgrado hacia los jueces internacionales por centrar la culpa en sus ciudadanos.
En las pausas de los procesos en este tribunal,
los acusados ocupaban pequeñas celdas contiguas donde se les podía ver juntos, a pesar de haber sido enemigos durante la guerra de los Balcanes
Jueces, fiscales y abogados del tribunal han debido observar estrictas normas de seguridad. Cada jurista o investigador cuenta con sus propias llaves digitales para acceder a su sección y no pueden pasar de una zona a otra. “El consejo era no mezclarse para evitar familiaridades y que acabáramos compartiendo información sobre los casos; todas las precauciones son pocas y de esta forma la barrera era visible”, recuerda Nevenka Tromp Vrkic. De origen croata, esta investigadora del equipo de la fiscalía durante el proceso contra el expresidente serbio Slobodan Milosevic trabaja hoy en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Ámsterdam.
La estricta separación de cuerpos se relajaba dos veces al día en el único pasillo de esta sede que Tromp, que colaboró 12 años con la fiscalía, califica con humor de “democrático”. Está en la planta baja y desemboca en el aparcamiento externo de bicicletas. “Por ahí pasaba casi todo el mundo al entrar y salir. Los jueces no tanto, porque suele recogerlos un chófer”. La escena da la medida de la profesionalidad con la que ha funcionado un tribunal creado por un organismo político. Sujeto, sin duda, a presiones políticas. “La colaboración es total a la hora de compartir los documentos necesarios; pero luego, ni una copa con la otra parte”, incide la investigadora.
El magistrado maltés Carmel Agius
Ha ejercido como presidente del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia hasta su disolución. Asegura que durante la etapa final de la institución, los empleados han estado al borde del colapso. También ha expresado sus críticas por la falta de ayuda desde Naciones Unidas.
El único lugar en el que coincidían analistas, personal de seguridad y juristas era en la balconada de la planta superior, donde se podía fumar. “De tanto autocontrol para salvaguardar el secreto profesional, aquellos corrillos podían acabar en chismorreos sobre asuntos personales. Seguramente era inevitable”, recuerda Tromp. Cuando Carla del Ponte, la tercera fiscal jefe de los cuatro que han pasado por el tribunal, insistió en fumar en su despacho, tuvieron que forzar sus ventanas, que eran herméticas. Pero solo las suyas, ante la consternación general.
A lo largo de estos años, la austera sala de vistas del tribunal, con sus sillones azules, ha sido el escenario de la reconstrucción del horror. La última sesión se ha vivido el pasado 22 de noviembre, con la sentencia a cadena perpetua dictada contra Ratko Mladic, exgeneral del Ejército yugoslavo y responsable de las fuerzas militares serbias en Bosnia. Las mismas que perpetraron el genocidio de Srebrenica en una zona protegida por la ONU, en presencia de los cascos azules. Las mismas que castigaron a la población bosnio-musulmana de Sarajevo. Fuera de la sala, tres supervivientes —un varón, Sefik Hurko, y dos mujeres, Zema Greljo y Bakira Hasecic— esperaban el fallo. Hurko fue torturado durante 26 meses por las tropas serbobosnias y obligado a mantener relaciones sexuales en público con una detenida. Zema y Bakira fueron violadas. “No hay compensación posible para lo ocurrido, pero al menos los culpables no podrán negarlo”, dicen. Para las víctimas, este largo proceso judicial ha sido la vía para mantener viva la memoria. Uno de los casos aportados por la fiscalía contra Mladic ocurrió durante el sitio de Sarajevo (1992-1996) cuando los francotiradores de las tropas serbobosnias disparaban a diario contra los civiles. Una madre que salió a la calle con su hijo de siete años fue atravesada por una bala que acabó en la cabeza del niño y lo mató también. Las manos en la boca de las traductoras reprimiendo un sollozo podían percibirse desde el patio de butacas.
Por esa sala de vistas inmortalizada en los noticieros pasó el primer jefe de Estado llevado ante la justicia internacional, el expresidente serbio Slobodan Milosevic, que murió tres semanas antes de que el caso quedara visto para sentencia. También se ha juzgado a políticos como el ex líder serbobosnio Radovan Karadzic, condenado a 40 años de cárcel por el genocidio de Srebrenica. Algunas declaraciones dejaron huella, ya fuera por la arrogancia del sospechoso o la entereza de una víctima. Vojislav Seselj, fundador del ultranacionalista Partido Radical Serbio, fue absuelto en 2016 de crímenes de guerra y contra la humanidad por incitar con sus discursos a la tortura, muerte y deportación de los no serbios de Bosnia y Croacia. Su caso está en apelación, pero en su primera comparecencia los insultos y desprecio al tribunal fueron de tal calibre que las traductoras pasaron apuros para repetir las expresiones soeces y de tinte sexual que profería a gritos. Con los testimonios de las víctimas, la situación se volvía estremecedora. “Necesitan ser escuchados y contaban cosas abrumadoras, pero casi como si recitaran su dolor; no buscaban excitar a la sala, como Seselj, o el propio Milosevic, que decidió asumir su propia defensa y alargaba interminablemente las sesiones”, recuerda la investigadora Nevenka Tromp.
Durante los procesos, los acusados eran trasladados a esta sede desde la cárcel que Naciones Unidas ocupa en Scheveningen, el distrito costero de La Haya. Cada uno era ubicado en una de las celdas abiertas en el sótano. En la época de la aseguradora Aegon, ahí estaba la caja fuerte. En las pausas, entraban a otras estancias más pequeñas y contiguas. Verlos allí, juntos, cuando habían sido enemigos, debía producir una sensación extraña. La misma que han tenido los celadores y personal de la cárcel de Scheveningen, donde no se llevaron a cabo segregaciones por comunidades étnicas. Serbios, croatas, bosnios, macedonios y kosovares acabaron jugando a las cartas y cocinando y viendo la televisión juntos.
“Las víctimas necesitaban ser escuchadas y han contado cosas abrumadoras. Pero lo hicieron casi como si recitaran su dolor. No buscaron excitar a la sala como Milosevic, que asumió su propia defensa”
La lengua en la que conversaban se ha convertido en otra de las claves de este tribunal. Sus traductores e intérpretes cobran aquí un merecido protagonismo. No solo llegaron a Holanda los mejores desde la antigua Yugoslavia, sino que su esfuerzo por servir a la justicia internacional ha unificado términos para todas las lenguas. “En origen, el serbocroata era la lengua oficial de la antigua Yugoslavia con sus variaciones”, dice la investigadora Tromp. “Un serbio y un croata pueden hablar cada uno lo suyo y entenderse, pero al pasar a la lengua del otro se cometen errores que en una traducción pueden ser esenciales. De ahí que el tribunal utilice oficialmente el acrónimo BCS (bosnio, croata, serbio) para marcar las diferencias”. En este aspecto, el trabajo de los traductores ha sido proverbial a la hora de elaborar glosarios y de unificar términos. Trabajando siempre en parejas, podían relevarse sobre la marcha. Al regresar a su tierra, ninguno hablaba demasiado del trabajo que hacían. Lo mejor era no significarse. Los cristales de las cabinas de los intérpretes solían ser tintados, de forma que sus voces no pudieran asociarse a una cara.
El legado de la institución va más allá de sus símbolos más visibles: el azul ONU de unos uniformes que abren puertas a escala internacional, el izado diario de la bandera para dar fe de que se trabaja en la búsqueda de la justicia, o la transmisión en directo a Serbia, Bosnia, Croacia o Kosovo de los juicios. Y el legado del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia está cargado de luces, pero también de sombras.
A pesar del esfuerzo realizado para respetar la ley, “hay una sensación clara de desigualdad al comparar los grandes recursos de la fiscalía y los de la defensa para preparar y presentar los expedientes”, dice Nevenka Tromp. Otra sorpresa es la validez de documentos como los diarios de Mladic, que han sido presentados como el mayor hallazgo de la historia de la corte. Fueron encontrados en 2010 en la propia casa del exgeneral, registrada a fondo varias veces. Son 18 documentos escritos en cirílico, 120 grabaciones, tarjetas telefónicas y documentos. En total, 3.500 páginas. Serge Brammertz, el actual fiscal jefe, los calificó en su día como “una de las piezas más importantes recibidas nunca”. Pero tienen un problema, al menos para algunos investigadores. La entrada del 11 de julio de 1995, el día de la caída de Srebrenica, Mladic apenas cuenta casi nada. Por el contrario, describe con detalle citas anteriores, del año 1992, con comandantes croatas, con los que se lleva muy bien. El entusiasmo con que parece excluir a Milosevic de cualquier acuerdo entre el Ejército serbio y la presidencia de Belgrado para a atacar a Bosnia no invalida el documento en su conjunto, pero invita a la reflexión. Guardado bajo llave, solo puede abrirse cuando se necesita para un juicio y vuelve luego al archivo de la fiscalía.
El tercer apunte va directo al futuro. Una vez cerrado por completo —también las apelaciones—, la labor del tribunal podrá ser analizada por historiadores y periodistas especializados. Todo ello arrojará luz sobre lo que el jurista británico Geoffrey Nice, fiscal principal en el caso contra Milosevic, califica con sencillez de bueno y malo. “Bueno, porque hay una gran acumulación de pruebas constatadas. Malo, porque el nexo entre Serbia como Estado y el genocidio de Srebrenica no se ha podido demostrar, y habrá que ver qué tipo de presiones pudieron ejercerse en su día”. La muerte de Milosevic desbarató el juicio cuando el equipo de Nice creía haber reunido material suficiente para demostrar la mano de Belgrado. Hoy apunta que la muerte del mandatario en su celda holandesa “resultó muy conveniente para los serbios y también para la comunidad internacional”.
Los expertos llegaron tambien a la penosa conclusión de que hubiera sido mejor unir a los principales encausados, los grandes nombres, como Karadzic, Goran Hadzic, el antiguo presidente serbocroata, o el propio Mladic, estuvieran o no huidos, en una causa común para poder demostrar la empresa criminal común que se presumía que les unía en nombre de la Gran Serbia solo para los serbios. Otra de las críticas que ha recibido el tribunal tiene que ver con su lentitud, porque ha necesitado dos décadas para cumplir su tarea. Hay víctimas que escaparon al horror, pero fallecieron sin ver a Mladic condenado. Sin olvidar causas fallidas como la condena, en 2011, del antiguo general croata Ante Gotovina a 24 años de cárcel por la matanza de serbios en la región de Krajina durante la denominada Operación Tormenta. Un momento de gloria para los fiscales roto con una absolución en la apelación. Y la repetición del fiasco con el exguerrillero y actual primer ministro de Kosovo, Ramush Haradinaj. Fue comandante del Ejército de Liberación de Kosovo y le acusaron de perseguir, torturar y violar a los serbios entre 1998 y 1999, pero quedó absuelto por falta de pruebas. Una mancha en el expediente de la ex fiscal jefa del tribunal, Carla del Ponte.
“La labor de este tribunal podrá ser analizada por investigadores. Será bueno: hay pruebas constatadas; y malo: el nexo entre Serbia como Estado y el genocidio de Srebrenica no se ha demostrado”
En 1995, la diplomacia, la política y las amenazas militares contra Serbia, sobre todo desde Reino Unido y Francia, habían fallado y, ante la deriva de la guerra de Bosnia, lo último que quería Estados Unidos era meterse en otro conflicto en Europa. Los documentos que empiezan a desclasificarse, en su mayoría guardados en el Archivo de la Seguridad Nacional, en Estados Unidos, la biblioteca del expresidente Bill Clinton, el Departamento de Estado y Gobiernos extranjeros, van más allá del proyecto de la Gran Serbia limpia de otras etnias. Sugieren que la caída de Srebrenica era terrible, a la vez que conveniente, en un escenario bélico necesitado de un punto de inflexión para poder pactar luego la paz. Fuera ya de la sala de vistas, donde su perfecta dicción británica todavía se recuerda, Nice hace un apunte histórico. Se refiere al bombardeo de Coventry, la ciudad británica, durante la II Guerra Mundial. Las comunicaciones sobre el ataque habían sido interceptadas a tiempo, pero Churchill tuvo que elegir: evacuar, y demostrarle a Hitler que había descifrado sus códigos en clave, o callar para no comprometer operaciones posteriores de los Aliados.
Nice, que habla con excelente educación cargada a veces de acidez, recuerda las horas infinitas pasadas en la sede del tribunal en busca de pruebas. Las reuniones de buena mañana con todos sus colaboradores para que nada se les pasara por alto antes de presentarse ante los jueces. La pesadez de Milosevic, que se empeñó en ser su propio abogado y perdía el tiempo a chorros. Y sobre todo, ahora que ya no lleva la toga negra confeccionada por el sastre holandés Bernard Poelman, proveedor de los tribunales internacionales sitos en Holanda, señala el futuro. “Mladic y su cadena perpetua es importante, pero no lo más importante. Formaba parte de una empresa y lo esencial para las víctimas es saber en qué altar fueron sacrificadas. Este tribunal es el gran componente de un proyecto, y aunque las presiones políticas son imposibles de evitar, el trabajo de los estudiosos le dará su verdadero valor histórico”.
El fiscal Brammertz calificó enseguida la cadena perpetua impuesta a Mladic por los jueces de “paso de gigante en la historia del tribunal”. “Mladic, y no el pueblo serbio, es el único culpable”, dijo, para luego honrar a las víctimas como “héroes que no han desfallecido en su búsqueda de justicia”.
Fuera, en el pequeño parterre situado frente al tribunal, un grupo de supervivientes había plantado una miniexposición con las fotos de sus allegados exterminados. Es un espacio mínimo junto a un estanque, y su presencia competía con el ritmo empresarial del edificio de enfrente, el World Trade Center de La Haya. Pero al verles allí, mirando a las cámaras con sus muertos literalmente en las manos, el concepto de reconciliación repetido durante los 24 años de trabajos del tribunal aparecía y desaparecía a la vez.
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